viernes, 29 de febrero de 2008

Hay que ser masoquista...


Como puedo, me levanto a las seis de la mañana, meo en la taza del váter (creo), me visto aún con los ojos cerrados, desayuno un vaso de leche con cereales, cojo la mochila, abro la puerta de mi casa y salgo a la calle. Allí me esperan siete minutos de caminata a paso ligero, por aquello de ir calentando motores y despertando espíritus, y llego a mi destino. La puerta se abre automáticamente: tiene un detector de zombis en la parte superior y los cristales se separan para dejarte pasar. Acabo de llegar al gimnasio.

Lo peor está por llegar. Pero yo ya estoy ahí. Y eso ya me parece un milagro. Voy a la sala de bicicletas y rapiño una que no esté lo suficientemente lejos del monitor como para que no controle la resistencia de mi aparato y lo suficientemente cerca como para oír sus instrucciones (en estas clases la música maquinorra se pone muy alta, el monitor grita mucho y la gente resopla; es como estar en la barriga de un barco con los motores a toda pastilla metidos en tu oreja, los operarios resoplando en tu pescuezo y el capitán dando órdenes como un desesperado).

¿A que motiva un montón lo que os estoy contando? Pues el otro día, el que tenía al lado, 20 años más que yo, como mínimo, iba bailando con la cabeza, además de darle a los pedales con brío y subir y bajar del sillín repetidas veces, siguiendo al pie de la letra las instrucciones del monitor. ¡El tipo se lo estaba pasando en grande! ¡Con esas bicicletas que no te llevan a ninguna parte! A mí, al único lugar donde me llevan es a la maldición y a la obsesión: maldigo el momento en el que puse los pies en el suelo, fuera de la cama, y sólo soy capaz de pensar en la ducha que me espera después de la gran sudada. No puedo pensar en bailes de discoteca, ni en el paisaje que podría ver si esa bici, en lugar de estar clavada en el suelo, tuviera ruedas de verdad y rodara por paisajes bucólicos rollo Monet.

¿Qué intento demostrarme cada mañana con tamaño sacrificio? Todavía no lo he entendido. Sólo sé que, cuando estoy bajo el chorro tonificante de la ducha, los tres cuartos de hora de incesante pedaleo se vaporizan, como el agua caliente, y desaparecen. Cierro los ojos, los abro y me siento renacer: el día de verdad empieza entonces, no cuando me ataba las bambas entre sueños.

martes, 19 de febrero de 2008

Posturas indecentes


Intento hacer la compra por Internet y lo estoy pasando fatal. Mi pantalla no la ve nadie de mi equipo, pero sí personas de otros departamentos, que no saben que trabajas como una idiota pero que, una vez cada X, te entretienes más de una hora comprando en el súper on line. Que te vea gente de otra área comprando compresas con alas por Internet es súper chungo. Todos coqueteamos con la Red varias veces al día, pero que pillen atrapada en el pasillo de los detergentes, comparando precios y olores, es otra cosa muy distinta. Evidentemente, el que tiene ángulo visual directo hacia mi pantalla es el más cotilla de todos y seguro que comenta la jugada en la comida. Y voy a ser la comidilla de todos.

El caso es que voy desviando la pantalla hacia una postura que creo que, como mucho, lo único que verá el cotilla de detrás es una pantalla borrosa, que hace aguas. Pero claro, eso me obliga a contornearme de una manera poco sana. Cuando me canso, pongo la pantalla recta y, durante un ratito, hago ver que miro los correos, edito un reportaje o busco pies de foto. Pero eso me entretiene un montón y no puedo perder el hilo de la lista de la compra, que luego no sé si he estado en el pasillo del papel del váter o no, así que tengo que mirar en el carro virtual (si fuera de verdad, no lo podría arrastrar) y buscar el maldito papel del váter. Una agonía. La compra en estas condiciones no se acaba nunca y las posturas indecentes acaban por machacarme el cuerpo.

Otra técnica es avalanzarse sobre la pantalla, haciendo ver que te interesa tanto lo que estás editando que tienes que tocar la pantalla con los ojos. Así el propio cabezón hace de muro protector contra cotillas y es casi imposible ver, entre la melena y las orejas, qué es lo que menda lerenda está leyendo con tanto ansia.

Mientras tanto, no paro de pensar en el anuncio de Telefonica, ése en el que el jefe se dirige a toda la oficina para decirles que hay un pack tan barato que mirar Internet en el trabajo es un crimen, no porque dejes de trabajar, sino porque, en realidad, ya no ahorras nada por no gastar teléfono en casa.

Y si supiérais cómo escribo los posts, fliparíais.

martes, 12 de febrero de 2008

Carta al director


Inventarse cartas al director es un ejercicio muy sano. Uno debe ponerse en la piel de un lector cualquiera e intentar imaginar aquellas cosas que le pueden inquietar. ¿Quizás le ha preocupado especialmente aquella noticia que apareció sobre la amenaza que se cierne sobre los pingüinos de la Antártida por culpa del cambio climático? Nos tienen acribillados con eso cambio climático, seguro que el asunto ha empezado a preocupar a alguien de verdad.

¿O mejor debería pensar que mi lector imaginario, en el que estoy a punto de enfundarme, está más interesado en que investigar la muerte de Lady Di cuesta casi 8 millones de euros? Ya se sabe, todo lo que pueda rascar a nuestro bolsillo nos afecta sobremanera...

No sé, creo que al final voy a decantarme por el tema deportivo y los éxitos de Gasol con los Lakers. Siempre es más interesante saber que un español ha marcado 12 puntos, ha recogido 8 bolas y ha hecho 5 pases que han acabado en canasta en un partido de la NBA que publicitar que el Joventut ganó la Copa del Rey contra un Tau que jugaba en casa —¿a quién le importa eso?—.

Os invito a que leáis mañana la sección de cartas al director de todos los diarios. Si encontráis alguna sobre los pingüinos, Lady Di o Pau Gasol, ya sabréis quién la ha escrito.

jueves, 7 de febrero de 2008

Alguien quiere que yo no trabaje


Lo que os voy a contar ahora tiene mucho de paranormal y poco de normal. Ayer me dormí. Bueno, diréis, hasta aquí nada fuera de lo común. Es cierto, dormirse no tiene nada de especial. Pero que el propio cable del despertador bloquee el botón por el cual se acciona eso que se llama alarma y que, como su nombre indica, te alarma para que despiertes de golpe, pues yo creo que eso es cosa de los espíritus.

La cosa no acaba ahí. Después del susto de ver la hora en el despertador (9:12, no se me olvidará en la vida, mi jornada laboral empieza a las 9:00), una se va pitando al baño, hace una ducha rápida, se viste aún más velozmente y se prepara la comida en un tupper en un plis plas. Voy tarde, pero todo está controlado, pienso. Nada más lejos de la realidad.

El siguiente episodio está aún por resolver y todavía, después de haberlo pensado mucho, no he hallado explicación alguna a tal misterio (¡Dioosss, me parezco al del Cuarto milenio ese!). Bueno, basta ya de intrigas. En resumen: mi casa se convirtió en mi propia cárcel. No encontraba las llaves por ningún lado y, sin ellas, no podía traspasar eso que se llama puerta. Estuve media hora buscándolas, con los consiguientes nervios, claro, porque os recuerdo que yo ya iba un poquito tarde...

Busqué varias veces por los mismos lugares hasta que, en una tercera batida, las llaves salieron de bajo un cojín, en un sofá cama para invitados en el que no me siento nunca... ¿Cómo fueron a parar hasta ahí? Mmmm... Yo sólo he encontrado dos explicaciones: o soy sonámbula o una hada madrina no quería que ayer fuera a trabajar. La seguna respuesta es la que más me gusta, pero no entiendo porqué este hada madrina aparece sólo una vez al año...

sábado, 2 de febrero de 2008

No te bajes los pantalones por la cultura


Esos pesebrazos acaban siempre con un after en mi habitación. Te has pasado dos días en Andorra para celebrar un premio literario, y los organizadores te han invitado a Caldea para que te remojes en el jacuzzi. Pero, ¿cómo vas a relajarte viendo a los escritores en bañador? Escritores más bien mayores, casi jubilados, que pueden permitirse dos días en paños menores.


Llevas dos días comiendo y bebiendo sin parar, ha ganado el premio una chica que no conces. En el Buda, música trallera y todos los jefes, que beben y beben como los peces en el río y los salmones. La fiesta acaba a las tres, demasiado pronto, y dices: "Vamos todos a mi habitación". Maldita borracha.


Y ahí estaban todos. Uno se había puesto el albornoz para poder transportar los botellines de su propio minibar en los bolsillos; se había anundado el cinturón del albornoz al cuello e iba en zapatillas. Otro hablaba de culos. Tiene controlados todos los culos femeninos del sector editorial y, contra lo que yo siempre había creído, el mío no es el mejor. Por lo visto hay uno que me supera. Yo, claro, no puedo saberlo, porque casi nunca veo mi culo, sólo cuando me lo fotografían. Pero por lo que sé de él, por lo que bien que suelen hablarme sobre su manera de ser y por lo bien que funciona, me cuesta creer que haya un culo mejor.


En fin, en el after no faltó el típico maricón tramposo. El maricón tramposo es aquél que, utilizando la excusa de que es gay, se aprovecha de la confianza de las mujeres, y al final es el que se atreve a tumbarse en tu cama, en plan: "Uy, estoy muy cansado, qué cansado estoy". Los demás invitados, entonces, se largan. Y cuando te quedas a solas con el maricón, entonces descubres que es un tramposo, porque a él, mientras pueda enseñar sus nuevos calzoncillos Calvin Klein que acaba de comprarse en Andorra, todo le va bien.


El problema del maricón tramposo es que yo siempre he sabido que lo es; maricón tramposo, quiero decir. Hace demasiados años que nos conocemos. Además, él había cometido el error de comentarme que quería estrenar sus calzoncillos nuevos, y no había nadie más allá con quien hacerlo.


Así que se la devolví, ejerciendo de fresca tramposa. Es decir: hice de fresca ("yo también soy una viciosa, o qué te crees, viva el morbo"), hasta que hubo que demostrarlo. Entonces solté la misma excusa que había utilizado él para quedarse: "Uy, estoy muy cansada, qué cansada estoy". Y tuvo que largarse con el rabo entre las piernas. Bueno, o al revés.


Conclusión: este mundillo es un putiferio de cuidado. No te bajes los pantalones por la cultura.


viernes, 1 de febrero de 2008

Jodidas baldosas


¡Ufff! Hoy me ha vuelto a pasar. Iba yo caminando por la acera tan tranquilamente (bueno, tranquilamente no, porque llegaba tarde al trabajo), cuando he pisado una de esas baldosas-mina o baldosas-trampa. Son esas baldosas que engañan, porque parece que estén bien colocadas, pero, en cuanto las pisas, se desequilibran y te sueltan un chorro de agua sucia que sale de las profundidades para dejarte perdidos los zapatos y los pantalones.

Ayer me pasó y me disgusté un montón. Hoy me ha vuelto a pasar y me he indignado. Y más todavía cuando pienso que vengo quejándome de los charcos de agua negra y viscosa que se forman en las calles del Cairo cuando llueve. Allí, al menos, la mierda se ve y puedes esquivarla. Aquí, en cambio, la mierda acecha bajo una apariencia de orden y pulcritud ¡y te ataca cuando menos te lo esperas!

Mmmm, vaya, me estoy dando cuenta de que acabo de hacer el descubrimiento del siglo...