jueves, 8 de julio de 2010

Mocos secos

Ayer vacié el bolso que utilicé para el funeral. Los kleenex usados cayeron sobre el sofá. Contenían las lágrimas que derramé hace unos días por mi abuela, un cactus de 96 años.

Dudé en si debía guardar los pañuelos o no. Eran la prueba física de nuestra despedida, cuando se abrieron las puertas metálicas del horno donde una llama gigante se la llevó allá donde creen que van los creyentes. Allí me asaltaron las últimas lágrimas. Y la familia nos dimos el último abrazo en su nombre. En misa, mi padre había leído un texto muy bonito sobre ella y alabó la dedicación que tuvo con sus seis hijos, que iban siempre “de punta en blanco”. “Era una persona sincera, sin dobleces”, dijo también mi padre. Pero la palabra amor, de nuevo, había huido por la puerta de atrás.

Los pañuelos, arrebujados, se desparramaron sobre el sofá. Contenían lágrimas y mocos, todo seco. Igual de seca debo estar yo, porque hace unos días despedí a mi abuela y ya no siento casi nada. Debo ser tan sincera conmigo misma igual que ella lo fue en vida y por eso admito que no siento ningún agujero negro en el estómago, ni pienso en ella constantemente, lamentando el vacío que me ha dejado.

Creo que ahora, antes de tirar los kleenex, es momento de ser franca con ella: “Abuela, me enseñaste muchas cosas sobre lo dura que es la vida, pero no me dijiste nunca que para sobrellevarla es mejor endulzarla que amargarla. Te he querido de la mejor manera que me has dejado”.

Amén.

sábado, 26 de junio de 2010

Sin 'Pelotas' no hay paraíso


Sé que no es muy original aprovechar el título de una serie para hablar de otra, pero es que lo que siento es eso, que sin Pelotas mi sofá y mi tele ya no tienen sentido.

Soy hija de las sitcom norteamericanas. Desde mi tierna infancia, he crecido con M.A.S.H., El show de Bill Cosby, Las chicas de oro, Arnold, Los problemas crecen, L’imperdible Parker Lewis, Roseanne, Alf... Y en la adolescencia –y más allá– me dejé llevar de la mano por El príncipe de Bel-Air, Cosas de casa, Blossom, los Simpson, Friends… De todas y cada una sigo llevando cosas conmigo y me paso el día imitando gestos y gags, como si yo misma fuera la protagonista de una telecomedia y un público ficticio detrás de la cámara soltara risas enlatadas. A veces me oigo gruñendo como Marge y otras excusándome cuando algo se me cae al suelo: “¿He sido yoooo?”.

Mi pareja no tiene el mismo sentido del humor que yo y creo que es porque él no vio estas series. A él le gustaba hacer filas de coches de colores en el pasillo de su casa. O cogía una pelota de básquet y se ponía a hacer tiros en la terraza. En lo que a tele y series se refiere, creo que pasó de ver Jackie y Nuca a Nip/Tuck y 24 horas y se perdió por el camino Doctor en Alaska y A dos metros bajo tierra. No lo critico, yo me debo haber perdido otras muchas cosas, pero la falta común de referencias televisivas hace que mis gags no reciban risas enlatadas como respuesta, sino más bien un “¿por què haces ese ruido con la boca?” cuando he puesto los brazos en jarras y me ha salido una torre de pisa azul en la cabeza.

Nip/Tuck y 24 horas nos unieron ante la tele, pero continuaban viniendo del país de la fábrica de las series. Hasta que llegó Pelotas. Por fin una comedia con personajes de aquí, reales, que podías ser tú, tus vecinos, tus amigos y tus padres. Y con ese humor cotidiano natural, sin nada impostado, sin frases ingeniosas a cada minuto, sin risas enlatadas que te avisan de que acabas de oír un gag y que si no te ríes es que eres tonto porque no lo has entendido.

Sigo siendo fan de las sitcom, pero reivindico el humor más natural y menos encartonado de Corbacho y Cruz. Y esa sensibilidad para hablar de problemas cotidianos, con esas miradas telepáticas y esos silencios que dicen un montón de cosas, con situaciones que resultan cómicas porque en realidad no son tan descabelladas y uno se ríe por empatía, porque sabe que algún día se puede encontrar en ese lío –si es que uno o un amigo de uno no se ha encontrado ya en un lío así.

Me encantó Tapas y me encantó Pelotas. Los lunes eran sagrados. Ahora nuestro pequeño templo se ha quedado sin imagen a la que adorar. “Gracias los que nos habéis seguido durante estas dos temporadas”, se despedían sus creadores. Gracias a vosotros por esos lunes entrañables. Gracias a Flo, Nieves, Rosa, Vane, Mejuto, Collado, Richy, Kim Ki, Antonio, Velasco, Bea, Marta, Chechu… Gracias a los directores y guionistas y gracias a los actores, las personas reales que han interpretado a personas de verdad, quizá lo más difícil. Nos encontraremos algún día en otro paraíso.

lunes, 21 de junio de 2010

Cocinas y cocinitas


¿Se puede hacer un programa de cocina sin nevera? ¿Os imagináis a Karlos Arguiñano sacando el queso —patrocinado, claro— de debajo del fregadero, allí donde la mayoría de los mortales tenemos el cubo de la basura?

Estos misterios fueron resueltos el viernes a mediodía en la emisión de un programa de cocinitas que hacen en TV3. Y digo cocinitas porque aquel día la cocina en cuestión debía ser de mentirijillas porque no tenía nevera. Os lo juro.

La cocinera de la semana (cada semana hay uno diferente) salió del plató habitual del programa y se llevó la cámara a su terreno, imagino que debía ser la cocina de su restaurante o la de su escuela —muy prestigiosa, por cierto. El plato era un postre de chocolate blanco con salsa de coco o algo así. El caso es que para que el postre cuaje, hay que guardarlo en la nevera un rato y luego continuar con la receta. Pues la nevera estaba debajo del fregadero. Hasta cuatro veces se arrodilló la pobre mujer para meter y sacar el postre de la nevera, servido en una copa muy fina y muy bonita. Todo muy ornamental y estudiado. Menos el tema de la nevera claro, que quedó bastante cutre.

Yo imaginé que la nevera real —una normal en la que no te tienes que dejar las rótulas ni los riñones cada vez que vas a buscar algo— debía quedar fuera de plano y tuvieron que improvisar, y muy rápido, para que algo de lo que salía en el plano pudiera ‘ejercer’ de nevera. ¡Y no se les ocurrió nada más que ‘ponerla’ debajo del fregadero! ¿Alguien llegó a pensar realmente que nadie se iba a dar cuenta?

Sé que debería destinar a mis dedos sobre el teclado y mi mente pensante a cosas más importantes, pero me están pasando tantas cosas en el trabajo que tenía ganas de contar una chorrada. Ala, ya lo he dicho.

miércoles, 5 de mayo de 2010

¡Mis datos son míos y sólo míos!


Sucesión de hechos: Me quedo embarazada, pasan nueve meses y me pongo de parto. Hasta aquí, todo normal. En la clínica me dan una tarjeta que tengo que rellenar con mis datos si quiero que me envíen gratuitamente a casa una revista de bebés durante tres meses. Al cabo de tres meses, la revista ya no me llega y espero la típica llamada de: “¿Quiere continuar recibiendo la revista? ¡Pues subscríbase!”. No recibo nunca esa llamada (en realidad, me da igual, porque descubro que me gusta más otra revista de bebés y no quiero subscribirme a ésa, pero esto no viene a cuento ahora). En su lugar, recibo dos llamadas, separadas en el tiempo pero relacionadas ambas dos, estoy segura.

La primera es de una empresa que ha reconvertido el negocio de las enciclopedias por otro que también va de tomos y lomos: me intentan vender una colección de cuentos de Disney que te llevan a casa, pagas en cómodas mensualidades y además te regalan una estantería estupenda para colocar la colección. Digo que no y ya está. Pero algo me huele mal. ¿Cómo saben que he tenido un bebé? ¿Y de dónde puñetas han sacado el número de mi móvil?

Mi sospecha se confirmó ayer cuando recibí la segunda llamada. Una señorita muy amable me llamó de parte de la revista en cuestión, enjabonándome diciendo que soy de las mejores clientas (?!¡¿ ¡si me pasé a la competencia!) y que por eso me han seleccionado para una oferta única que no podré rechazar, un seguro de hospitalización por el que pagas 15 euros al mes y te pagan un montón de dinero por cada día que tú, tu niño o tu marido —Dios no lo quiera [sic]— estáis ingresados en un hospital. [A estas operadoras les hacen cursos para hablar sin respirar, creo que si las metieran bajo el agua, baterían récords de resistencia en apnea.]

La revista en cuestión no hace negocios vendiendo revistas, regalándote tres para luego engancharte con una subscripción. No. Su negocio consiste en vender tus datos. Y lo hace sin piedad: al tercer día de llegar a casa con el churumbel en brazos, ya me habían saturado el buzón empresas de papillas, ropa de niño y pañales con cartas de promociones y ofertas. No lo había relacionado hasta ahora, pero estoy casi segura de que todo sale de la misma puñetera tarjeta. Igual había alguna advertencia al respecto, diciendo que compartirían mis datos con todo dios, pero si la había, sin duda alguna estaba escrita con zumo de limón, y claro, en la habitación de la clínica no tenía precisamente a mano un farolillo para poner la llama bajo la tarjeta y descubrir la tinta invisible...

Otra sucesión de hechos: Cada mes, me llega una factura de la luz. La media es de unos 50 euros (y eso que me paso el día trabajando fuera de casa....). Y cada mes, la pago religiosamente, como una devota que quiere ver la luz cada día. Pues ahora resulta que la compañía eléctrica no debe tener bastantes beneficios... ¡porque también les ha dado mis datos a una compañía de seguros! Me llamaron la semana pasada y me soltaron un rollo de que habían llegado a un acuerdo con la compañía eléctrica para ofrecer a sus mejores clientes (qué remedio, si no pagas, te apagan) una oferta tan buena que no se podía rechazar y bla bla bla. Casualmente, también era una compañía de seguros. En este caso, te cubren con montañas de dinero si tienes un accidente de tráfico —Dios no lo quiera.

¿Por qué aprueban una ley de privacidad, y te obligan a poner una parrafada legal en los correos electrónicos, etc., para que luego las empresas lleguen a un convenio con desconocidos y vayan dando tus datos a todo cristo?

¿De qué sirve ser atea?

martes, 20 de abril de 2010

Correos exhibicionistas para mentes exhibicionistas

Esta semana he rebido en mi dirección del trabajo dos correos de dos personas a las que no conozco de nada y que me cuentan —a mí y a otras 200 personas más puestas en copia oculta— que han introducido nuevas entradas en su blog. Quieren que entre en el blog, que lea lo que han escrito y que les haga un comentario. Claro, de qué sirve escribir un blog si nadie te lee y si el lector, uno de tantos navegantes, no se manifieta y no deja su impronta. Escribimos para que nos lean. Somos adictos al feed-back. Ya que nos desnudamos, que sea para algo, ¿no?

Utilizamos Internet para buscarnos y para que nos busquen. Lo contaba hace unos días Llucia Ramis en la presentación en Barcelona de su última novela, Egosurfing, que pronto saldrá en castellano.

Gracias a los blogs, al Facebook y al Twitter, todos somos periodistas y cronistas de nuestra propia cotidianidad. El mero hecho de pensar en algo, de inventarse algo, lo que sea, es motivo de exhibición. Los blogs son las Cartas al director de ahora. Durante décadas, los periódicos han sido el único escaparate donde exponer opiniones, quejas y también felicitaciones. Hay lectores que se han convertido en auténticos profesionales de la sección. No hace mucho leí una carta en un diario y me fijé en la firma: ¡era el mismo tipo que durante años enviaba cartas al diario en el que yo trabajaba! Ignoro si esa persona tiene un blog (¿no lo he buscado todavía en el Google?), pero no me extrañaría en absoluto. Aunque, ahora que lo pienso, si tuviera blog seguramente habría dejado de escribir a los diarios, porque con el blog ya tendría satisfecha su dosis diaria de exhibicionismo.

El caso es que la autora de Egosurfing tiene más razón que un santo cuando dice que lo primero que hacemos en el Google Earth es buscar nuestra casa, y que metemos nuestro nombre en el Google para cerciorarnos de que existimos en alguna parte de este universo paralelo de almas desnudas. Y escribimos en blogs para que nos lean la mente y los pensamientos. Es así. Yo también lo hago. Lo que no sé si haría (aunque nunca se sabe: las adicciones son muy malas) es enviar un correo a todos mis contactos para decirles que lean mi nueva entrada y que me dejen un comentario. Entre otras razones porque el 97,2% por ciento de mis contactos no sabe que escribo en un blog.

viernes, 5 de marzo de 2010

¿Casualidades?


Tengo una profesión que propicia las casualidades, es cierto. Pero nunca dejan de sorprenderme. Incluso llego a pensar que me persiguen, es decir, que no existen. Que no son casualidad, vaya.

Siempre hay en el pasado algunos recuerdos que se despiertan con más energía que otros. Cuando eso pasa, eres capaz de describir cómo ibas vestida y qué colonia te pusiste. Hay otros recuerdos, en cambio, más perezosos. Tanto que incluso te los tienen que recordar, porque se habían quedado traspuestos en la tumbona de la piscina, apareciendo cuando se les requiere con cara de “estás interrumpiendo mi descanso” y sin ganas de sacudirse las neblinas.

Esta distinción entre recuerdos no es gratuita. Tienen personalidada propia, son indomables. No sabes por qué algunos son más espabilados que otros, por qué algunos tienen más ganas de notoriedad que otros, por qué algunos quieren figurar y otros no. Y no creo que sea casualidad que justamente los recuerdos con camerino propio son los que luego te sorprenden con una (presunta) casualidad.

Por ejemplo: muchas veces me he acordado de la primera vez que fui al cine sola con mi primera mejor amiga. Teníamos 10 años. Era la primera vez que íbamos la cine sin nuestros padres. La primera cita con tu mejor amiga. Me presenté en el cine un cuarto de hora antes y recuerdo que pasé mucha vergüenza mientras esperaba. Todo el mundo parecía mirarme y estar pensando que me habían dado plantón y cosas peores. Finalmente apareció ella y enseguida nos pusimos en la cola para comprar la entrada. ¡No valía ni 200 pesetas y la sesión era doble! Todavía nos quedaba dinero para palomitas y cuatro chuches.

La primera peli era la buena, El imperio del Sol, de Steven Spielberg. La peli es un drama. Va de un niño que tenía nuestra edad y que se pierde en Shanghai durante la ocupación japonesa de la II Guerra Mundial. Y encima John Malkovich, que no tiene que hacer nada para tener cara de malo, hace de malo. Pero el niño se espabila. Aprende rápido. Y no cuesta nada enamorarse de él. Después de ver la película, soñaba con que me lo encontraba por las calles de mi ciudad, una ciudad lo suficientemente grande como para que él la localizara en un mapa y viniera volando, pero lo suficientemente pequeña como para que dos niñas de 10 años pudieran ir solas al cine.

Eso nunca pasó, claro. En realidad, me lo encontré 20 años más tarde en la terraza de un hotel de lujo en Barcelona. Le estaba esperando allí para hacerle una entrevista. Increíble. Me miraba y me derretía. “Si tú supieras lo que he pensado en ti todo este tiempo...”. La entrevista se acabó y con ella una de aquellas casualidades memorables.

Tal vez no había sido tanta casualidad. Quizás el recuerdo de mi primer día de cine con mi amiga no había querido borrarse nunca. Iba apareciendo caprichosamente de vez en cuando porque sabía que algún día tendría su minuto de gloria.

La misma sensación tuve el otro día cuando me reencontré con un profesor de la facultad. Cada vez tengo una idea más difuminada de la carrera de Periodismo. Ya casi no recuerdo el nombre de ningún profesor y menos todavía de muchos de mis 80 compañeros de clase. Pero de aquellas clases de fotografía sí que me acuerdo. Me acuerdo que nos metían en un cuarto oscuro y, a tientas, debíamos sacar el carrete de la cámara, quitarle la tapa y meter el rollo de negativo en un líquido para positivarlo. Todo a oscuras, siguiendo las instrucciones del profesor allí dentro. Luego cogíamos los negativos y los metíamos en un proyector. En función de la exposición a la luz a la que sometíamos el negativo, que se proyectaba sobre el papel fotográfico, la imagen aparecería más contrastada o menos, más quemada o menos. Inservible o magnífica. Esto sucedía en el tramo final del proceso, el más mágico de todos: colocabas el papel en unos líquidos (primero en una bandeja, luego en otra) e iba surgiendo de la nada una imagen. Primero muy débil, luego cada vez más intensa. Hasta que lo que tu ojo había visto tras el visor se convertía en una imagen perfectamente encuadrada, con sus cuatro límites. Aquellas fueron las pimeras fotografías de verdad que hacía y me pareció fascinante.

Ahora no tendría ni idea de cómo hacerlo, porque es un proceso que no he vuelto a repetir, pero siempre me he acordado con mucho cariño de aquellas clases. Me sentí partícipe de uno de los grandes inventos del genio humano. Y pienso en ellas a menudo cuando cojo la cámara digital y, por ejemplo, me dedico a borrar las fotos de la tarjeta que no me gustan o que creo que no me han quedado bien. Aprietas el símbolo de la papelera, le das al sí y zas, de un plumazo, todo lo que la fotografía tenía de artesanía se borra con la imagen desechable.

Pues bien, en este número de la revista que estamos a punto de cerrar, hay unas fotos y unos textos del profesor que, a oscuras, nos iba indicando cómo sacar el carrete de la cámara y el negativo del carrete. Si en ese momento me dicen que 15 años más tarde estaría enviándole correos electrónicos (todavía no existían) para pedirle unos textos, les suelto que no me jodan, que me dejen en paz, que estoy concentrada en disfrutar de la magia de la fotografía.

Las casualidades no existen. Y ahora, con el Facebook, menos todavía.

lunes, 22 de febrero de 2010

Buscando a Teo


Once y media de la noche. Sagrada Família. Andén de la línia lila del metro. Llega el tren y se abren las puertas. Una mujer entra delante de mí y ocupa el único asiento libre del vagón. Me quedo de pie y la observo: la guarra me ha quitado el sitio. Pero pronto se me acaba la envidia, porque veo que empieza a temblarle la barbilla y que los ojos se le inundan. En pocos segundos, las primeras lágrimas le resbalan silenciosamente y le tiñen las mejillas de rímel.

Quiero dejar de mirarla, porque si está llorando sin hacer ruido es porque no quiere que la vean, pero el morbo es superior a mí. Enseguida empiezan las fabulaciones: por la hora que es y lo maquillada que va, seguro que la ha dejado el novio (o el proyecto de novio). Las lágrimas que te asaltan en el metro son viejas conocidas, es el llanto incontrolable de una nueva decepción. Otra más. La primera te la guardas y la lloras en casa. En la vigésimoquinta, el orgullo está arrastrado y es el que te estalla en los ojos. Sí, son las lágrimas de una vieja conversación, siempre con personas nuevas:

—¿Tú a dónde quieres ir a parar con esta relación? —pregunta ella mientras se acaba el tiramisú que ha pedido de postres.

—Yo sólo quiero pasarlo bien un rato y ya está. Creía que tú buscabas lo mismo.

—Pues no. Y además pensaba que tú te estabas tomando la relación en serio —responde con voz firme y serena mientras se levanta—. No hace falta que me acompañes a casa, gracias, estaré perfectamente.

Y en el asiento del metro se derrumban el cuerpo y el alma.

De nuevo, una vieja situación.

El caso es que estaba montándome un culebrón con las lágrimas de la pobre mujer cuando pillo un sitio. Todavía la tengo a tiro. Y no quiero mirarla. Así que me entretengo cotilleando de reojo las fotos que el yanqui de al lado y su novia están mirado en la cámara. Aprovechan el trayecto para repasar su jornada guiri. Y yo lo hago con ellos: los veo abrazados en el Tibidabo, acariciando el dragón cuarteado del Parc Güell, jugando a señalar los pináculos de la Sagrada Família, descansando en el Parc de la Ciutadella y haciendo cola delante de la Casa Batlló. Todavía no han llegado al final del día (el colofón son las fuentes iluminadas de Montjuïc), cuando me sorprendo buscando a Teo y su jersey rojo en las fotos.

No estoy loca. Es que estoy leyendo una historia apasionante sobre un tipo al que le cae una bolsa de basura en la cabeza en plena calle. El tipo en cuestión es Teo, que desde entonces, y por otros asuntos que ahora no vienen a cuento, anda un poco perdido y con la autoestima por los suelos (se le desparramó mientras estaba inconsciente en la acera después de haberle llovido mierda del cielo). Para remediarlo, decide poner remedio a su pérdida y se busca. Se busca en las fotos que todos los guiris de Barcelona se hacen delante de los edificios que salen en las guías: Casa Batlló, Pedrera, Palau de la Música, Sagrada Família... Cada día, dedica una hora a pasearse distraído por delante de las fachadas. Lleva un jersey rojo y está seguro que sale en un montón de fotos. Luego hace un llamamiento para que los guiris que han estado en Barcelona le busquen en sus fotos. Y los guiris responden: le mandan fotos en las que sale un tipo con un jersey rojo. Y él las cuelga en su fotolog, orgulloso de haberse encontrado.

Y por eso estaba yo buscando a Teo emergiendo de las fuentes de Montjuïc o haciendo cola delante del Museu Picasso. Pero me di cuenta de que era absurdo. Teo no existe. Teo sólo existe en Egosurfing, la novela que acabo de engullir. Teo es uno de los tres personajes de esta historia de ficción más verdadera que la vida misma. Una ficción que parte de una contradicción: cuántos más mecanismos tenemos en Internet para conocernos, más perdidos estamos. Y otra contradicción (maravillosa): ganó el Pla y es una de las novelas más redondas que he leído nunca.

viernes, 12 de febrero de 2010

¿El niño mató el blog?


Esta noche, tipo la una o las dos de la mañana, no me acuerdo bien, Alguien me dijo: “¡A ver cuándo actualizas el blog!”. Levanté los hombros y puse cara de circunstancia: “Ya, es que nació el niño y se murió el blog”. Y luego me quedé unos minutos pensando. ¿Tiene la culpa la criatura de que ya no me siente a escribir? Pues mira, no. La tiene el trabajo (el de fuera de casa, el remunerado, se entiende). De hecho, los posts anteriores a éste los escribí con el bebé colgado de mi teta, incluso me compré un portátil y le puse Internet, así que no es culpa del niño que yo ya no escriba. Es culpa de mi vuelta al trabajo.

Qué fuerte. Me di cuenta de un plumazo que ¡no soy la superwoman de las cosmopolitans! Las superwomans mandan en el trabajo, en la cocina y en la cama. Y escriben inglés perfectamente (son unas supergüimin).

Debo de tener las prioridades atrofiadas. No me siento una superwoman de revista. No mando en el trabajo ni en la cocina. Pero sí mando a mi marido a quedarse con el niño en casa para que yo pueda ir a una fiesta. Y pueda encontrarme con Alguien a la una de la mañana que me hace decir una frase lapidaria que me hace pensar. Y que me hace escribir cosas que no podría leer en voz alta porque me quedaría sin aire.

A mí dame un cosmopolitan y verás qué superguoman que soy.