miércoles, 10 de diciembre de 2008

Un cactus con anillos

Tiene 94 años. En febrero tendrá 95 y otro bisnieto. Está sorda de un oído, que le va bien para no oír lo que no le interesa. Todavía se pinta las cejas con perfilador, del mismo color caoba que la peluca. Vive en una residencia desde hace más de 15 años. “Ahora quiero que me cuiden a mí”, dijo un día, y se apuntó a la lista de espera para entrar en el centro, subvencionado por una caja de ahorros y cuidado por unas monjas.

Donde ella vive, los inviernos son fríos y los veranos, también. Criar a seis hijos y lavar toda su ropa en el río te hace ser muy práctico. Nada de contenciosos emocionales: si hay que hacer algo, se hace. Y punto. No se le han caído los anillos.

La definición de amor se le pasó por alto en el diccionario. El que sentía se escurría río abajo, con la espuma del jabón, mientras lavaba a paletazos sábanas, pantalones y calzoncillos. Cuando llegaba a casa, ya no le quedaba amor para repartir, más bien lo que repartía eran cachetes: no estaba dispuesta a tolerar ningún exceso después de que ella hubiera estado lavando ropa, zurciendo pantalones, cosiendo codilleras, regateando en la tienda, cociendo patatas con tocino y aprovechando hasta el último miligramo del cerdo que habían matado en diciembre. Mi abuela es como un cactus: resiste las condiciones más extremas, pero protege su fragilidad con espinas.

El otro día pasó una mala noche. Una crisis de hipertensión, dijo el médico. Cada vez que tiene un achaque, las orejas del lobo asoman por la ventana. A ella le gustaría vérselas definitivamente, enfrentarse a ellas de una vez por todas. “Donde yo estaría mejor es allí abajo”, dice, señalando a dos metros bajo tierra.

Aquella noche, le rogaba a la enfermera: “Quiero irme ya de una vez, dame algo para que me vaya”. “Nada de eso, tú tienes que aguantar”, le contestaba la enfermera. “Tú a mí no me quieres, si me quisieras, me darías algo”. Los cactus también saben de chantajes.

La enfermera no le dio nada. El lobo se fue y se llevó sus orejas con él. Ella sigue entre nosotros, a cero metros sobre el nivel del mar. Pero algo ha cambiado en su aspecto. “Madre, ¿cómo es que no llevas tus anillos?”, le grita su hijo al oído bueno. “Me los quité esta noche, pensaba que no iba a llegar a hoy”. En el momento de la rendición total, se deshizo de ellos: a dos metros bajo tierra no los necesita. Y punto.

No hay comentarios: