jueves, 11 de diciembre de 2008

Toca mi barriga y te diré cómo eres


Desde que no me veo los pies, voy con la mirada alta y voy observando otras cosas. Así es como he llegado a clasificar a las personas según su reacción ante mi barrigota (Marcel ya pesa 1,8 kg).

Extremadamente prudentes. Miran pero no tocan. Llegan incluso a agacharse para mirar más de cerca, como si ese gesto fuera a provocar alguna reacción del niño, del tipo saludo o sonrisa o algo así... Pero de tocar, nada. Incluso hasta diciéndolo: “Papa, puedes tocar mi barriga si quieres, no pasa nada”, le pido a mi padre. “Bueno, es que no me atrevo”, contesta él, pero pone la mano encima, aunque tarda medio segundo en retirarla, como si mi barriga ardiera. Cada día que pasa veo más claro a quién me parezco. Y veo claro también que ser extremadamente prudente puede confundirse con un “paso de que estés embarazada, hago ver como que no me he enterado”, cuando en realidad es un “voy a contenerme para no invadir su espacio vital y andar toquiteando esa barriga tan mona todo el día, aunque me muera de ganas”.

Los prudentes normales. Son los que preguntan antes de tocar. Y son la mayoría de casos. Eso sí, sólo lo preguntan la primera vez, luego ya no, ya se dan por enterados de que a la dueña de la barriga no le importa en absoluto y se apuntan al self-service.

Los mecánicos. No preguntan antes de tocar. No tienen por qué ser familiares o amigos íntimos, a veces son conocidos que hace meses que no ves. No se trata de un tema de abuso de confianza, creo más bien que es un acto reflejo: la mayoría de los que tocan sin preguntar retiran la mano enseguida.

Los jetas. Pueden pasarse toda una cena con la mano encima de tu barriga todo el rato, esperando el momento de la patadita, mientras tú intentas zamparte lo que hay en el plato sorteando: 1) la distancia que hay entre la mesa y tú, que cada vez es más larga; y 2) la mano que hay encima de tu barriga, que corre el riesgo de acabar manchada de aceite, tomate, olivas... (en función del menú del momento). Evidentemente, una persona que antepone una barriga ajena a su propia comida (porque no se puede cortar el entrecot con una sola mano) no pregunta antes de actuar.

Los que creen que mi barriga es suya. Aquí ya no hablamos de manos, sino de orejas. Sí, sí, los hay que hasta te ponen la oreja encima. Esto me pasó en casa, en una cena con amigos. Uno de ellos, varón, me saludó con dos besos en las mejillas, el ritual de cada encuentro, y acto seguido posó sus dos manos y su oreja sobre mi barriga. Se quedó así un buen rato, como si esperara que Marcel le dijera hola, y al final se incorporó y dijo: “Hace ruido como de lavadora centrifugando”. Yo creo que no era Marcel, que era mi estómago, que reclamaba combustible, pero claro, no quise quitarle magia al momento...

miércoles, 10 de diciembre de 2008

Un cactus con anillos

Tiene 94 años. En febrero tendrá 95 y otro bisnieto. Está sorda de un oído, que le va bien para no oír lo que no le interesa. Todavía se pinta las cejas con perfilador, del mismo color caoba que la peluca. Vive en una residencia desde hace más de 15 años. “Ahora quiero que me cuiden a mí”, dijo un día, y se apuntó a la lista de espera para entrar en el centro, subvencionado por una caja de ahorros y cuidado por unas monjas.

Donde ella vive, los inviernos son fríos y los veranos, también. Criar a seis hijos y lavar toda su ropa en el río te hace ser muy práctico. Nada de contenciosos emocionales: si hay que hacer algo, se hace. Y punto. No se le han caído los anillos.

La definición de amor se le pasó por alto en el diccionario. El que sentía se escurría río abajo, con la espuma del jabón, mientras lavaba a paletazos sábanas, pantalones y calzoncillos. Cuando llegaba a casa, ya no le quedaba amor para repartir, más bien lo que repartía eran cachetes: no estaba dispuesta a tolerar ningún exceso después de que ella hubiera estado lavando ropa, zurciendo pantalones, cosiendo codilleras, regateando en la tienda, cociendo patatas con tocino y aprovechando hasta el último miligramo del cerdo que habían matado en diciembre. Mi abuela es como un cactus: resiste las condiciones más extremas, pero protege su fragilidad con espinas.

El otro día pasó una mala noche. Una crisis de hipertensión, dijo el médico. Cada vez que tiene un achaque, las orejas del lobo asoman por la ventana. A ella le gustaría vérselas definitivamente, enfrentarse a ellas de una vez por todas. “Donde yo estaría mejor es allí abajo”, dice, señalando a dos metros bajo tierra.

Aquella noche, le rogaba a la enfermera: “Quiero irme ya de una vez, dame algo para que me vaya”. “Nada de eso, tú tienes que aguantar”, le contestaba la enfermera. “Tú a mí no me quieres, si me quisieras, me darías algo”. Los cactus también saben de chantajes.

La enfermera no le dio nada. El lobo se fue y se llevó sus orejas con él. Ella sigue entre nosotros, a cero metros sobre el nivel del mar. Pero algo ha cambiado en su aspecto. “Madre, ¿cómo es que no llevas tus anillos?”, le grita su hijo al oído bueno. “Me los quité esta noche, pensaba que no iba a llegar a hoy”. En el momento de la rendición total, se deshizo de ellos: a dos metros bajo tierra no los necesita. Y punto.