lunes, 24 de noviembre de 2008

El futuro está en el pasado


Ante la puerta de un aula de la facultad de Loco Periodismo hay una chica esperando. El bolso colgando de un hombro, la carpeta apoyándose sobre la cadera contraria. Mira el reloj. Aún quedan unos minutos para que acabe la clase. En poco rato, llega un compañero de curso. Nunca antes habían hablado, pero se reconocen: ella es la chica mona y él, el guapo.

—Hola.

—Hola.

—¿Todavía están todos dentro? —pregunta el guapo.

—Sí, no creo que tarden en salir, ya casi es la hora.

—¿Y tú por qué no estás dentro?

—He llegado tarde y he preferido no entrar. ¿Y tú?

—Me he dormido.

El chico no hace cara de dormido, piensa ella. Esta mañana, de hecho, está más guapo que de costumbre. Quizás le ve así porque es la primera vez que le habla. Empieza a mirarle con otros ojos, algo le cosquillea en el interior.

—¿La carpeta te la has forrado tú? —interrumpe el chico el vuelo de mariposa de la chica.

—Sí —contesta ella orgullosa—. Es Desnudo bajando una escalera, de Marcel Duchamp.

Se descuelga la carpeta de la cadera y le enseña la fotocopia en color que ha protegido bajo el iron-fix. Efectivamente, se intuye el cuerpo de una mujer bajando las escaleras. Pero no lo hace de cualquier manera: como un eco visual, va dejando un rastro tras de sí, y se pueden seguir todos los movimientos anteriores al que está ejecutando. El presente es una sucesión de fotografías del pasado que pueden dejarte prever el futuro.

Ella no le suelta todo ese rollo sobre Marcel Duchamp. No quiere quedar como una repelente sabelotodo. Los dos miran la fotocopia, sin decir nada, pero ella espera alguna reacción de él ante la que es una de sus obras de arte preferidas. Finalmente, él abre la boca:

—Y esta pintura, ¿la llevas ahí porque te gusta de verdad o para hacerte la interesante?

La mariposa deja de revolotear. Se estampa contra la pared del estómago y no vuelve a retomar el vuelo.

La puerta del aula se abre y vomita un montón de estudiantes, que salen en procesión. Salen las amigas de ella y los amigos de él. Cada uno se va por su lado. Ella no tarda en cotillear con sus colegas lo que le acaba de pasar con el guapo de la clase. “Es un borde sin gusto por el arte”, concluye ante su auditorio.

Pero tal y como Duchamp había dejado pintado en 1912, el presente es una sucesión de fotografías del pasado que te dejan prever el futuro. Aunque ninguno de los dos sabía entonces que quince años más tarde esperarían un hijo al que le pondrían Marcel.

jueves, 20 de noviembre de 2008

Cuando alguien sabe algo de ti que tú hubieras preferido no saber


Los periodistas son unos fisgones y unos entrometidos.

Uno de ellos, que ha escrito un libro sobre la guerra anticivil, se metió en mi árbol genealógico y consiguió sacudirme por dentro cuando mencionó al hermano de mi bisabuela y lo describió como un “revolucionario incontrolado”.

Hasta ese momento, sólo sabía que el abuelito que venía a visitarnos desde la Galia cuando yo era muy chica y traía chocolates y galletas de mantequilla, había militado en la TOI (Todos Ocupados por la Internacional) y llevaba un pañuelo rojo en el cuello y una pistola en el cinto.

Ahora sé muchas más cosas, las que me procura la imaginación: las palabras “revolucionario incontrolado” dejan un margen muy amplio para fabular sobre unos horrores de la guerra anticivil que creo que prefiero no saber.

Más que nunca, entiendo por qué mi bisabuela siempre decía que las guerras son el peor castigo que las personas pueden padecer. Tanto da que luches en un bando o en otro, las atrocidades que se pueden llegar a cometer por supervivencia en nombre de una bandera son manchas sobre tu conciencia. Y no se van ni con lejía. Se acaban enmoheciendo y pudriendo y al final no te dejan dormir en paz.

El juez Garrafón removió todos estos pensamientos hace unas semanas, con el tema de las fosas comunes y demás. Ahora lo ha hecho un periodista fisgón que, haciendo su trabajo, me ha revelado asuntos íntimos que corren por mis venas.

Yo, que soy pacifista, resulta que he heredado una pistola en el cinto. El pañuelo en el cuello me da igual si es rojo, amarillo o azul. Lo que no quiero nunca es tener que usar el arma para defenderlo.

martes, 18 de noviembre de 2008

El nombre del padre, del hijo y del espíritu santo

El nombre del padre lo tengo claro; el del espíritu santo, también, porque no existió (para esa misión, ya estaba el padre); pero el nombre del hijo... ah, eso es otra cosa...

¿Cómo ponerle nombre a una personita que, en cuanto tenga conciencia, puede echarte en cara que no le gusta cómo se llama? ¡Qué responsabilidad!

Al final, en una reunión de urgencia, el padre y yo (el espíritu santo, como no ha intervenido para nada, no tenía tampoco silla reservada en esta cumbre) decidimos ponerle al hijo Perico de los Palotes, el nombre más común sobre la faz de la tierra. Por común, seguro que suena bien, y es el nombre al que todo el mundo recurre cuando quiere hablar de alguien anónimo o de cuyo nombre no quiere acordarse, así que nadie le pondrá un nombre que no es y nadie lo confundirá con otro, porque será todos a la vez.

No entiendo por qué la gente se entesta en poner nombres raros a sus hijos, con lo bonito y funcional que es Perico de los Palotes.