jueves, 31 de enero de 2008
Eso es una metáfora y el resto son tonterías
Estaba yo el otro día con uns amigas hablando pues, eso, de lo típico que hablan las mujeres cuando beben, de lo complicadas que son las relaciones y bla bla bla. En concreto, una de ellas estaba hablando de su enamoramiento. Resulta que nunca antes había estado enamorada y se descubría pensando en su amado todo el día, mirando al móvil constantemente y enfadándose si él no estaba pendiente de ella en todo momento... Acababa de descubrir, en definitiva, que el enamoramiento es una arma de doble filo: por un lado, te hace flotar y, por el otro, te puede hundir, sobre todo si te obsesiona la idea de que tu amado puede dejarte. Ella se encontraba ante ese abismo.
Nosotras intentamos explicarle que el problema lo tenía ella, porque él no había dado en ningún momento señales de abandonamiento y, en cambio, ella estaba insegura y obsesionada. Pero le costaba verlo.
Después de trescientas cervezas, a una le vienen ganas de ir al lavabo, claro. Y una de las amigas se fue al baño. Al regresar, dijo, mirando fijamente a la amiga obsesionada: “Tengo una metáfora muy buena que creo que te servirá. En ese lavabo hay un espejo delante de la taza del váter y te ves meando”. La aludida pareció no entender nada. Y yo añadí: “Vaya, que por primera vez te ves a ti misma en esa posición ridícula de mear medio de pie para no sentarte en la taza. Y te das cuenta de que es así como te vería cualquier persona si entrara en el lavabo en ese momento”.
Yo creo que es una metáfora muy buena. Y creo también que todos deberíamos ir con un espejo encima, para poder vernos desde fuera en todo momento. A veces los amigos hacemos de espejo e intentamos que nuestros amigos se reflejen en él y se vean desde otra perspectiva, pero no siempre lo conseguimos.
Yo, por si acaso, me he quedado con la dirección del bar, para recordarme que a veces podemos llegar a hacer tonterías sin darnos cuenta, porque no nos vemos.
martes, 29 de enero de 2008
Empujones de vida en el Cairo
Desde el avión, la ciudad del Cairo no tiene fin. Se extiende y extiende más allá de los confines que el ojo humano puede alcanzar. 18 millones de habitantes no son poca cosa. Es incluso emocionante pensar que, cuando el avión aterrice, serás uno más entre 18 millones. El anonimato por excelencia: convertirse en una montaña más de carne en movimiento entre una población equivalente a media España.
Cuando pones los pies en el suelo, las expectativas no defraudan. De hecho, no creo que ni uno solo de los cairotas se haya quedado con mi cara: iba todo el rato mirando al suelo. No por vergüenza. No por sentirme extraña. No por no querer llamar la atención. Es que si te despistas, te puedes meter un leñazo de mucho cuidado. No hay acera que no tenga agujero cada cinco metros. O que esté ocupada por un charco de agua negra, llovida desde un cielo contaminado por un CO2 espeso y oloroso. Las vallas también les encantan. Las ponen por todas partes. Caminar por el Cairo es un deporte de alto riesgo: las aceras son criminales y por la calzada circula la muerte a gran velocidad, en forma de taxis y minibuses que pitan a todo lo que se mueva, para alertar de su presencia y pedirte que, si no te quitas, te vas directo al cielo. Y claro, ¿quién quiere ir al cielo del Cairo, que se está quedando sin oxígeno?
El anonimato se acaba cuando entras en la calle principal del zoco del Cairo, Khan el-Khalili. Allí, automáticamente, pasas a llamarte Carmen. Oyes Carmen por todas partes, reclamando tu atención para endosarte pañuelos, pirámides de plástico de colores, papiros falsos que no le regalarías ni a tu peor enemigo y bustos de faraones dorados. Un horror. Pero dos callejuelas más allá del circuito turístico, vuelves a ser invisible: sólo se percatan de tu presencia cuando tienen que empujarte para ir de un lado a otro. De todas formas, prefiero que me empujen para pasar que me empujen a comprar en esas tiendas de souvenirs, que son una verdadera pesadilla.
Al llegar a mi vida normal y ordenada, donde los coches respetan eso que se llama carril y semáforo, la gente me pregunta: ¿cómo es el Cairo? Y yo respondo: puedo hablarte del suelo del Cairo, pero poco de sus edificios y de su aspecto como ciudad. Puntuales son los momentos en los que uno se atreve a alzar la mirada hacia arriba para ver un edificio de viviendas, un balcón curioso o un letrero luminoso que pueda llamar tu atención. Dejar de fijar la vista en la tierra es como hacer un triple salto mortal: no sabes dónde ni cómo puedes aterrizar.
Cualquiera diría que el Cairo me ha encantado. No es ninguna contradicción: la vida que se respira allí y que genera tanto caos acaba por atraparte, por hipnotizarte de algún modo. Te das cuenta de que, sin ese caos, la ciudad no tendría ningún encanto. Ningún atractivo. Y sin ese caos es difícilmente comprensible la pátina de decadencia que envuelve a los edificios, a las callejuelas y a las calzadas sin asfaltar.
El caos del Cairo o te atrapa o te expulsa. Y a mí me atrapó.
jueves, 17 de enero de 2008
Un galardón para Gallardón
martes, 8 de enero de 2008
¡Me quiero ir!
viernes, 4 de enero de 2008
Master en Coma
Del cava pasamos, pero de las uvas no, porque mola seguir la tradición y preservar la superstición. La cuestión: que todo estaba preparado para encararnos al único momento del año en el que es importante saber qué hora es al segundo. Enviamos algún que otro SMS, los indios nos pusieron La Primera, nos preguntamos dónde estaría Ramón García, comentamos cuál sería el primer anuncio de 2008...
En la pantalla, sobreimpreso en el campanario de la Puerta del Sol, ahí estaba.
Mastercard ponía: "Equivocarte con los cuartos, no tiene precio".
A mis dos amigos y a mí se nos indigestó la cena y nos atragantamos con las uvas antes incluso de habérnoslas llevado a la boca. Toma ya televisión pública, educando a los millones de españoles que en ese preciso momento (el único que es importante hasta el segundo) se decían que Anne Igartiburu estaba metiendo barriga.
Luego pensé que Mastercard nos dedicaba un mensaje subliminal: coma.
Como si fueran quienes ponen la pasta los responsables de que comamos en los cuartos.
Y tragamos.
Los hindúes, mientras tanto, se partían el culo. Luego nos inivtaron a whisky.
Todavía me pregunto cuál es la metáfora.