miércoles, 5 de mayo de 2010

¡Mis datos son míos y sólo míos!


Sucesión de hechos: Me quedo embarazada, pasan nueve meses y me pongo de parto. Hasta aquí, todo normal. En la clínica me dan una tarjeta que tengo que rellenar con mis datos si quiero que me envíen gratuitamente a casa una revista de bebés durante tres meses. Al cabo de tres meses, la revista ya no me llega y espero la típica llamada de: “¿Quiere continuar recibiendo la revista? ¡Pues subscríbase!”. No recibo nunca esa llamada (en realidad, me da igual, porque descubro que me gusta más otra revista de bebés y no quiero subscribirme a ésa, pero esto no viene a cuento ahora). En su lugar, recibo dos llamadas, separadas en el tiempo pero relacionadas ambas dos, estoy segura.

La primera es de una empresa que ha reconvertido el negocio de las enciclopedias por otro que también va de tomos y lomos: me intentan vender una colección de cuentos de Disney que te llevan a casa, pagas en cómodas mensualidades y además te regalan una estantería estupenda para colocar la colección. Digo que no y ya está. Pero algo me huele mal. ¿Cómo saben que he tenido un bebé? ¿Y de dónde puñetas han sacado el número de mi móvil?

Mi sospecha se confirmó ayer cuando recibí la segunda llamada. Una señorita muy amable me llamó de parte de la revista en cuestión, enjabonándome diciendo que soy de las mejores clientas (?!¡¿ ¡si me pasé a la competencia!) y que por eso me han seleccionado para una oferta única que no podré rechazar, un seguro de hospitalización por el que pagas 15 euros al mes y te pagan un montón de dinero por cada día que tú, tu niño o tu marido —Dios no lo quiera [sic]— estáis ingresados en un hospital. [A estas operadoras les hacen cursos para hablar sin respirar, creo que si las metieran bajo el agua, baterían récords de resistencia en apnea.]

La revista en cuestión no hace negocios vendiendo revistas, regalándote tres para luego engancharte con una subscripción. No. Su negocio consiste en vender tus datos. Y lo hace sin piedad: al tercer día de llegar a casa con el churumbel en brazos, ya me habían saturado el buzón empresas de papillas, ropa de niño y pañales con cartas de promociones y ofertas. No lo había relacionado hasta ahora, pero estoy casi segura de que todo sale de la misma puñetera tarjeta. Igual había alguna advertencia al respecto, diciendo que compartirían mis datos con todo dios, pero si la había, sin duda alguna estaba escrita con zumo de limón, y claro, en la habitación de la clínica no tenía precisamente a mano un farolillo para poner la llama bajo la tarjeta y descubrir la tinta invisible...

Otra sucesión de hechos: Cada mes, me llega una factura de la luz. La media es de unos 50 euros (y eso que me paso el día trabajando fuera de casa....). Y cada mes, la pago religiosamente, como una devota que quiere ver la luz cada día. Pues ahora resulta que la compañía eléctrica no debe tener bastantes beneficios... ¡porque también les ha dado mis datos a una compañía de seguros! Me llamaron la semana pasada y me soltaron un rollo de que habían llegado a un acuerdo con la compañía eléctrica para ofrecer a sus mejores clientes (qué remedio, si no pagas, te apagan) una oferta tan buena que no se podía rechazar y bla bla bla. Casualmente, también era una compañía de seguros. En este caso, te cubren con montañas de dinero si tienes un accidente de tráfico —Dios no lo quiera.

¿Por qué aprueban una ley de privacidad, y te obligan a poner una parrafada legal en los correos electrónicos, etc., para que luego las empresas lleguen a un convenio con desconocidos y vayan dando tus datos a todo cristo?

¿De qué sirve ser atea?