lunes, 21 de abril de 2008

Por el mal camino


Trabajo en una revista de viajes y ahora resulta que he perdido el norte, la estrella polar, mi faro celestial. ¡Qué cursilada! Mejor voy al grano: últimamente visito demasiado los bajos fondos y en ellos me he visto envuelta en peleas de bares y robos de bolsos.

Lo primero sucedió una noche (claro, ¿cuándo, si no, se puede actuar con alevosía?) en un bar de Gràcia. Estaba con dos amigas brindando con cerveza cuando oímos un ruido de vendaval: dos hombres se abalanzan sobre una mesa —¡de mármol!— y la hacen volar por los aires. Como en los saloon del oeste. Lo juro. Los tipos —que no son ni Robert Mitchum ni Billy el Rápido— caen de la mesa, se van al suelo y llegan rodando hasta mis pies. El de arriba tiene el cuello del de abajo entre sus manos. El de abajo intenta zafarse como puede. Los dos resoplan como dos toros en la plaza.

Asisto espantada a la escena: dos hombres se están matando bajo mis pies. Lo que en la Edad Media podría considerarse como un halago, a mí me deja helada. Pero no lo suficiente como para que mi nariz no detecte el olor de la adrenalina y mis ojos identifiquen a uno de los dos cavalleros como el camarero que nos ha servido las viandas. El aturdimiento me dura unos segundos, pero en seguida me pongo a gritar, como una enajenada: “¡Basta! ¡Basta! ¡Basta ya!”, mientras intento que el gladiador de arriba no aniquile al de abajo, procurando separar las manos del camarero del cuello ajeno.

La situación es bastante ridícula: dos tipos matándose en el suelo, una espontánea convertida en separatista y un montón de espectadores. Al final, alguien con cabeza (y mucha más fuerza que yo) decide intervenir y consigue separar a los titanes. Luego supimos que el tipo que el camarero tenía aplacado en el suelo, bajo mis pies, había pegado a otro camarero del bar porque le había repetido mil veces que saliera del lavabo (un lavabo que no usaba como tal, sino como reponedor de drogas en el organismo).

Las sirenas de la ambulancia y de la policía local ponen punto y final a una historia que me ha acelerado el corazón y puesto las piernas a temblar. No tengo más remedio que aplacar mi ansiedad... pidiéndome otra cerveza.

El otro episodio es mucho más breve. También pasa por la noche, en un bar, y, curiosamente, me pilla con una cerveza en la mano. Estoy sentada tan tranquilamente charlando con una novelista y su círculo de amistades cuando noto un algo que me activa el séptimo sentido. El séptimo sentido es un coñazo, porque siempre quiere darse más importancia que el famoso sexto sentido: llama exageradamente mi atención poniéndome en alerta sobre cosas que no van a pasar nunca y al final me convierte en una paranoica.

En esta ocasión, menos mal que le hago caso, porque, en cuanto me giro, veo a un individuo vestido de negro, envolviendo con su chaqueta de piel mi bolso rojo. Me levanto de golpe, voy hacia él y le reclamo lo que es mío: “Oye cariño, dame mi bolso”. El tipo me mira, descolocado, y no opone resistencia. Cuando te pillan con las manos en la masa, es mejor rajarse que inflarse, así que el susodicho desaparece de mi vista, que a partir de ahora no perderá a mi bolso.

En esta segunda historia no hay sirenas de policía que pongan música a los títulos de crédito, pero da lo mismo, me pido otra cerveza igualmente. En la cerveza he encontrado mi Estrella polar.

lunes, 14 de abril de 2008

Odio la maquina (¡sí, sin acento!) de café


El café de la máquina de mi oficina está asqueroso. Pero eso no es lo peor.

Ante la máquina del café, una quiere hacerse la simpática con el que está esperando, intenta dar conversación para que no sean tan largos los minutos que pasan hasta que suena el pitido y uno puede obedecer al mandato de la pantalla (EXTRAER). Como en estos casos está ABSOLUTAMENTE prohibido hablar del tiempo, pues uno se pone a hablar del café que la máquina, en ese momento, está recogiendo en los campos de Colombia, está tostando y está moliendo para que el expresso (JA JA) te sepa a gloria (a Gloria igual le sabe a algo, a mí me sabe a caldo de tornillos oxidados).

En conversaciones forzadas ante la máquina del café, es fácil caer en el tópico de “qué haríamos sin el café”, “es el segundo café de la mañana y no consigo despegar las pestañas”, etc, etc. En estas estábamos cuando se produce el episodio en cuestión.

Bajo la opción “café express” está la opción “café largo”, y el que está justo detrás de mí me dice cuando me ve apretar el botón de arriba:

—Si te pides el largo, por el mismo precio tienes el doble de café.

—Sí, ¡y el doble de malo! —le respondo, horrorizada.

—Bueno, el café no está tan mal...

—¡Anda que no! Es bastante horrible, la verdad...

—Pues esta máquina lo muele en el acto. Casi todas las máquinas de café lo llevan molido y se pierde todo el aroma.

—Mmmmm, bueno, no voy a negar que he probado cafés de máquina mucho peores —concluyo amablemente la conversación, por aquello de dar consuelo al pobre diablo que tengo delante, que tiene las papilas gustativas atrofiadas y no lo sabe.

Lo que supe después es que estaba cagándome en el café ante el jefe de administración que se encarga de la máquina y de subministrar sus contenidos. Poco después de esta conversación, el tipo en cuestión cambió el café por otro llamado “justo” y ahora el “express”, que sólo es fiel a su nombre porque la máquina lo sirve muy rápido, lo pagamos (más) caro.

Ya llevo unos cuantos episodios protagonizados ante la máquina del café bastante patosiles y eso me hace pensar que esta máquina se quita el acento en la A y se dedica a maquinar. Para joder al personal, claro.

martes, 8 de abril de 2008

Cuando hablan de ti... ¡y tú estás allí!


Cuatro días idílicos en la campiña prioratina. Me habían hablado muy bien de esta comarca, el Priorat, donde las viñas inundan el paisaje y su excelente vino, el paladar. Y ahí que me fui a descansar en cuanto tuve oportunidad.

Estaba en una casa rural, de esas tan rurales que todos los huéspedes, a la hora de cenar, comparten comida y mesa con los propietarios de la casa. En esa situación, uno se ve obligado a dar conversación a los que tienes al lado. ¿Dónde habéis estado hoy? ¿Por dóne habéis paseado? ¿Qué pueblos habéis visto? En fin, un sinfín de preguntas con las que uno intenta evitar que el silencio se materialice, se haga espeso y se coloque en el centro del mantel, justo al lado de la sopera de donde nos servimos la crema de calabacín.

Cuando uno ya ha recorrido toda la comarca a base de preguntas y respuestas, los recursos se acaban: ha llegado el momento de empezar a despotricar. ¿Y qué mejor colectivo para destripar que el de los periodistas? Total, las probabilidades de que haya un periodista en una mesa de ocho personas son prácticamente nulas: los periodistas, como los modelos de los anuncios, todo el mundo sabe que existen, pero muy poca gente conoce a alguno... Así que la pista estaba libre... “No hay periodistas imparciales, todos están politizados”, “Visteis cómo la presentadora del especial de las elecciones se posicionaba claramente con el ganador”, “Se creen que saben de todo y hablan por hablar”... fueron algunas de las frases con las que los comensales rompieron el silencio, en una discusión muy animada en la que el vino también intervenía (el vino en sí no decía nada, pero hacía decir unas cosas...).

Hubiera sido el remate que, al final de todas las disertaciones, me preguntaran dónde trabajo. Después de haberme mantenido al margen de la conversación, no habría sabido qué decir. Creo que me hubiera zambullido en la sopera.

Menos mal que nadie preguntó: no soporto la crema de calabacín.

martes, 1 de abril de 2008

Semana self-service


Hay semanas en las que uno deja que el jefe haga con él lo que quiera. A eso yo le llamo “la semana self-service”. Y quiere decir lo que quiere decir, que el jefe se sirve lo que quiere y cuando le apatece: que pide una vertical, pues tú te pones a hacer el pino, caminando con las dos manos y haciendo eses por la redacción; que reclama los cristales más limpios dos horas después de que haya acabado tu jornada laboral, pues tú pillas el xampa y le das con brío a las ventanas. Y así hasta que acaba la semana. La p... semana.

Hay gente que llama a esta semana “la del cierre de una revista”: los horarios se desbordan y las exigencias de los jefes son siempre extravagantes e inoportunas por definición. Precisamente por eso, yo he bautizado estas horribles jornadas como las de self-service. Creo que mi apelativo se ajusta más a la realidad. Lo demás son puro eufemismo.

A cambio, cuando este infierno acabe, te vas a coger “happy hours” cuando te apetezca, y podrás mirar cositas por Internet, perderte en el YouTube, hundirte en gestiones absurdas, imaginar destinos para tus vacaciones y relacionarte con tu familia y amigos desde el trabajo... Es una especie de intercambio: tantos días de self-service equivalen a un montón de happy hours. Pero un montón.

Al otro lado





Nada baja tanto la autoestima como que te hagan una entrevista: siempre sales con la impresión de que eres tonta, de que has quedado como una tonta y de que todo el mundo ha podido ver lo tonta que eres. Ahora entiendo a Sofía Mazagatos.


No hay peor paciente que un médico, ni peor entrevistado que un periodista; así, pues, ante un micro soy como House con gastroenteritis. En efecto, me duele la barriga y creo que todo es una mierda.


¿Cómo puede ser que olvide siempre lo que quería decir? ¿Por qué, cuando ya estoy en la escalera, se me ocurren un montón de respuestas ingeniosas que podría haber dado y a las que doy vueltas y más vueltas durante toda la noche, y no me dejan dormir? Pero ya es demasiado tarde, y pego esparadrapo en los altavoces de la radio para no escuchar mi propia voz bajo ningún concepto.


Entonces entiendo la crueldad de nuestra profesión, siempre poniendo a prueba a la persona que tenemos delante, siempre haciendo preguntas superdifíciles como: ¿qué esperabas de esta ciudad? o ¿por qué escribiste este libro?


¿Por qué el ingenio es tan remilrepuñetadamente lento????


Los periodistas existimos para hacer preguntas, no para dar respuestas. Cuando cambian los turnos, tenemos que resignarnos a que un colega nos dé palmaditas en la espalda y diga: "Lo haces por una buena causa".


Moraleja: si un lobo se deja morder por otro lobo, le duele más que si fuera un cordero. O quizá no, quizá le duela lo mismo, pero como un lobo nunca se pondría en la piel de un cordero, no lo sabe. O bueno, a veces el lobo se pone en la piel del cordero, para fingir y eso... bueno, pue a lo mejor la moraleja es errónea, y el mordisco al lobo le duele más que al cordero y puede que incluso más. Pero, sinceramente, ¿a alguien le importa?