jueves, 8 de julio de 2010

Mocos secos

Ayer vacié el bolso que utilicé para el funeral. Los kleenex usados cayeron sobre el sofá. Contenían las lágrimas que derramé hace unos días por mi abuela, un cactus de 96 años.

Dudé en si debía guardar los pañuelos o no. Eran la prueba física de nuestra despedida, cuando se abrieron las puertas metálicas del horno donde una llama gigante se la llevó allá donde creen que van los creyentes. Allí me asaltaron las últimas lágrimas. Y la familia nos dimos el último abrazo en su nombre. En misa, mi padre había leído un texto muy bonito sobre ella y alabó la dedicación que tuvo con sus seis hijos, que iban siempre “de punta en blanco”. “Era una persona sincera, sin dobleces”, dijo también mi padre. Pero la palabra amor, de nuevo, había huido por la puerta de atrás.

Los pañuelos, arrebujados, se desparramaron sobre el sofá. Contenían lágrimas y mocos, todo seco. Igual de seca debo estar yo, porque hace unos días despedí a mi abuela y ya no siento casi nada. Debo ser tan sincera conmigo misma igual que ella lo fue en vida y por eso admito que no siento ningún agujero negro en el estómago, ni pienso en ella constantemente, lamentando el vacío que me ha dejado.

Creo que ahora, antes de tirar los kleenex, es momento de ser franca con ella: “Abuela, me enseñaste muchas cosas sobre lo dura que es la vida, pero no me dijiste nunca que para sobrellevarla es mejor endulzarla que amargarla. Te he querido de la mejor manera que me has dejado”.

Amén.