viernes, 5 de marzo de 2010

¿Casualidades?


Tengo una profesión que propicia las casualidades, es cierto. Pero nunca dejan de sorprenderme. Incluso llego a pensar que me persiguen, es decir, que no existen. Que no son casualidad, vaya.

Siempre hay en el pasado algunos recuerdos que se despiertan con más energía que otros. Cuando eso pasa, eres capaz de describir cómo ibas vestida y qué colonia te pusiste. Hay otros recuerdos, en cambio, más perezosos. Tanto que incluso te los tienen que recordar, porque se habían quedado traspuestos en la tumbona de la piscina, apareciendo cuando se les requiere con cara de “estás interrumpiendo mi descanso” y sin ganas de sacudirse las neblinas.

Esta distinción entre recuerdos no es gratuita. Tienen personalidada propia, son indomables. No sabes por qué algunos son más espabilados que otros, por qué algunos tienen más ganas de notoriedad que otros, por qué algunos quieren figurar y otros no. Y no creo que sea casualidad que justamente los recuerdos con camerino propio son los que luego te sorprenden con una (presunta) casualidad.

Por ejemplo: muchas veces me he acordado de la primera vez que fui al cine sola con mi primera mejor amiga. Teníamos 10 años. Era la primera vez que íbamos la cine sin nuestros padres. La primera cita con tu mejor amiga. Me presenté en el cine un cuarto de hora antes y recuerdo que pasé mucha vergüenza mientras esperaba. Todo el mundo parecía mirarme y estar pensando que me habían dado plantón y cosas peores. Finalmente apareció ella y enseguida nos pusimos en la cola para comprar la entrada. ¡No valía ni 200 pesetas y la sesión era doble! Todavía nos quedaba dinero para palomitas y cuatro chuches.

La primera peli era la buena, El imperio del Sol, de Steven Spielberg. La peli es un drama. Va de un niño que tenía nuestra edad y que se pierde en Shanghai durante la ocupación japonesa de la II Guerra Mundial. Y encima John Malkovich, que no tiene que hacer nada para tener cara de malo, hace de malo. Pero el niño se espabila. Aprende rápido. Y no cuesta nada enamorarse de él. Después de ver la película, soñaba con que me lo encontraba por las calles de mi ciudad, una ciudad lo suficientemente grande como para que él la localizara en un mapa y viniera volando, pero lo suficientemente pequeña como para que dos niñas de 10 años pudieran ir solas al cine.

Eso nunca pasó, claro. En realidad, me lo encontré 20 años más tarde en la terraza de un hotel de lujo en Barcelona. Le estaba esperando allí para hacerle una entrevista. Increíble. Me miraba y me derretía. “Si tú supieras lo que he pensado en ti todo este tiempo...”. La entrevista se acabó y con ella una de aquellas casualidades memorables.

Tal vez no había sido tanta casualidad. Quizás el recuerdo de mi primer día de cine con mi amiga no había querido borrarse nunca. Iba apareciendo caprichosamente de vez en cuando porque sabía que algún día tendría su minuto de gloria.

La misma sensación tuve el otro día cuando me reencontré con un profesor de la facultad. Cada vez tengo una idea más difuminada de la carrera de Periodismo. Ya casi no recuerdo el nombre de ningún profesor y menos todavía de muchos de mis 80 compañeros de clase. Pero de aquellas clases de fotografía sí que me acuerdo. Me acuerdo que nos metían en un cuarto oscuro y, a tientas, debíamos sacar el carrete de la cámara, quitarle la tapa y meter el rollo de negativo en un líquido para positivarlo. Todo a oscuras, siguiendo las instrucciones del profesor allí dentro. Luego cogíamos los negativos y los metíamos en un proyector. En función de la exposición a la luz a la que sometíamos el negativo, que se proyectaba sobre el papel fotográfico, la imagen aparecería más contrastada o menos, más quemada o menos. Inservible o magnífica. Esto sucedía en el tramo final del proceso, el más mágico de todos: colocabas el papel en unos líquidos (primero en una bandeja, luego en otra) e iba surgiendo de la nada una imagen. Primero muy débil, luego cada vez más intensa. Hasta que lo que tu ojo había visto tras el visor se convertía en una imagen perfectamente encuadrada, con sus cuatro límites. Aquellas fueron las pimeras fotografías de verdad que hacía y me pareció fascinante.

Ahora no tendría ni idea de cómo hacerlo, porque es un proceso que no he vuelto a repetir, pero siempre me he acordado con mucho cariño de aquellas clases. Me sentí partícipe de uno de los grandes inventos del genio humano. Y pienso en ellas a menudo cuando cojo la cámara digital y, por ejemplo, me dedico a borrar las fotos de la tarjeta que no me gustan o que creo que no me han quedado bien. Aprietas el símbolo de la papelera, le das al sí y zas, de un plumazo, todo lo que la fotografía tenía de artesanía se borra con la imagen desechable.

Pues bien, en este número de la revista que estamos a punto de cerrar, hay unas fotos y unos textos del profesor que, a oscuras, nos iba indicando cómo sacar el carrete de la cámara y el negativo del carrete. Si en ese momento me dicen que 15 años más tarde estaría enviándole correos electrónicos (todavía no existían) para pedirle unos textos, les suelto que no me jodan, que me dejen en paz, que estoy concentrada en disfrutar de la magia de la fotografía.

Las casualidades no existen. Y ahora, con el Facebook, menos todavía.