jueves, 8 de julio de 2010

Mocos secos

Ayer vacié el bolso que utilicé para el funeral. Los kleenex usados cayeron sobre el sofá. Contenían las lágrimas que derramé hace unos días por mi abuela, un cactus de 96 años.

Dudé en si debía guardar los pañuelos o no. Eran la prueba física de nuestra despedida, cuando se abrieron las puertas metálicas del horno donde una llama gigante se la llevó allá donde creen que van los creyentes. Allí me asaltaron las últimas lágrimas. Y la familia nos dimos el último abrazo en su nombre. En misa, mi padre había leído un texto muy bonito sobre ella y alabó la dedicación que tuvo con sus seis hijos, que iban siempre “de punta en blanco”. “Era una persona sincera, sin dobleces”, dijo también mi padre. Pero la palabra amor, de nuevo, había huido por la puerta de atrás.

Los pañuelos, arrebujados, se desparramaron sobre el sofá. Contenían lágrimas y mocos, todo seco. Igual de seca debo estar yo, porque hace unos días despedí a mi abuela y ya no siento casi nada. Debo ser tan sincera conmigo misma igual que ella lo fue en vida y por eso admito que no siento ningún agujero negro en el estómago, ni pienso en ella constantemente, lamentando el vacío que me ha dejado.

Creo que ahora, antes de tirar los kleenex, es momento de ser franca con ella: “Abuela, me enseñaste muchas cosas sobre lo dura que es la vida, pero no me dijiste nunca que para sobrellevarla es mejor endulzarla que amargarla. Te he querido de la mejor manera que me has dejado”.

Amén.

sábado, 26 de junio de 2010

Sin 'Pelotas' no hay paraíso


Sé que no es muy original aprovechar el título de una serie para hablar de otra, pero es que lo que siento es eso, que sin Pelotas mi sofá y mi tele ya no tienen sentido.

Soy hija de las sitcom norteamericanas. Desde mi tierna infancia, he crecido con M.A.S.H., El show de Bill Cosby, Las chicas de oro, Arnold, Los problemas crecen, L’imperdible Parker Lewis, Roseanne, Alf... Y en la adolescencia –y más allá– me dejé llevar de la mano por El príncipe de Bel-Air, Cosas de casa, Blossom, los Simpson, Friends… De todas y cada una sigo llevando cosas conmigo y me paso el día imitando gestos y gags, como si yo misma fuera la protagonista de una telecomedia y un público ficticio detrás de la cámara soltara risas enlatadas. A veces me oigo gruñendo como Marge y otras excusándome cuando algo se me cae al suelo: “¿He sido yoooo?”.

Mi pareja no tiene el mismo sentido del humor que yo y creo que es porque él no vio estas series. A él le gustaba hacer filas de coches de colores en el pasillo de su casa. O cogía una pelota de básquet y se ponía a hacer tiros en la terraza. En lo que a tele y series se refiere, creo que pasó de ver Jackie y Nuca a Nip/Tuck y 24 horas y se perdió por el camino Doctor en Alaska y A dos metros bajo tierra. No lo critico, yo me debo haber perdido otras muchas cosas, pero la falta común de referencias televisivas hace que mis gags no reciban risas enlatadas como respuesta, sino más bien un “¿por què haces ese ruido con la boca?” cuando he puesto los brazos en jarras y me ha salido una torre de pisa azul en la cabeza.

Nip/Tuck y 24 horas nos unieron ante la tele, pero continuaban viniendo del país de la fábrica de las series. Hasta que llegó Pelotas. Por fin una comedia con personajes de aquí, reales, que podías ser tú, tus vecinos, tus amigos y tus padres. Y con ese humor cotidiano natural, sin nada impostado, sin frases ingeniosas a cada minuto, sin risas enlatadas que te avisan de que acabas de oír un gag y que si no te ríes es que eres tonto porque no lo has entendido.

Sigo siendo fan de las sitcom, pero reivindico el humor más natural y menos encartonado de Corbacho y Cruz. Y esa sensibilidad para hablar de problemas cotidianos, con esas miradas telepáticas y esos silencios que dicen un montón de cosas, con situaciones que resultan cómicas porque en realidad no son tan descabelladas y uno se ríe por empatía, porque sabe que algún día se puede encontrar en ese lío –si es que uno o un amigo de uno no se ha encontrado ya en un lío así.

Me encantó Tapas y me encantó Pelotas. Los lunes eran sagrados. Ahora nuestro pequeño templo se ha quedado sin imagen a la que adorar. “Gracias los que nos habéis seguido durante estas dos temporadas”, se despedían sus creadores. Gracias a vosotros por esos lunes entrañables. Gracias a Flo, Nieves, Rosa, Vane, Mejuto, Collado, Richy, Kim Ki, Antonio, Velasco, Bea, Marta, Chechu… Gracias a los directores y guionistas y gracias a los actores, las personas reales que han interpretado a personas de verdad, quizá lo más difícil. Nos encontraremos algún día en otro paraíso.

lunes, 21 de junio de 2010

Cocinas y cocinitas


¿Se puede hacer un programa de cocina sin nevera? ¿Os imagináis a Karlos Arguiñano sacando el queso —patrocinado, claro— de debajo del fregadero, allí donde la mayoría de los mortales tenemos el cubo de la basura?

Estos misterios fueron resueltos el viernes a mediodía en la emisión de un programa de cocinitas que hacen en TV3. Y digo cocinitas porque aquel día la cocina en cuestión debía ser de mentirijillas porque no tenía nevera. Os lo juro.

La cocinera de la semana (cada semana hay uno diferente) salió del plató habitual del programa y se llevó la cámara a su terreno, imagino que debía ser la cocina de su restaurante o la de su escuela —muy prestigiosa, por cierto. El plato era un postre de chocolate blanco con salsa de coco o algo así. El caso es que para que el postre cuaje, hay que guardarlo en la nevera un rato y luego continuar con la receta. Pues la nevera estaba debajo del fregadero. Hasta cuatro veces se arrodilló la pobre mujer para meter y sacar el postre de la nevera, servido en una copa muy fina y muy bonita. Todo muy ornamental y estudiado. Menos el tema de la nevera claro, que quedó bastante cutre.

Yo imaginé que la nevera real —una normal en la que no te tienes que dejar las rótulas ni los riñones cada vez que vas a buscar algo— debía quedar fuera de plano y tuvieron que improvisar, y muy rápido, para que algo de lo que salía en el plano pudiera ‘ejercer’ de nevera. ¡Y no se les ocurrió nada más que ‘ponerla’ debajo del fregadero! ¿Alguien llegó a pensar realmente que nadie se iba a dar cuenta?

Sé que debería destinar a mis dedos sobre el teclado y mi mente pensante a cosas más importantes, pero me están pasando tantas cosas en el trabajo que tenía ganas de contar una chorrada. Ala, ya lo he dicho.

miércoles, 5 de mayo de 2010

¡Mis datos son míos y sólo míos!


Sucesión de hechos: Me quedo embarazada, pasan nueve meses y me pongo de parto. Hasta aquí, todo normal. En la clínica me dan una tarjeta que tengo que rellenar con mis datos si quiero que me envíen gratuitamente a casa una revista de bebés durante tres meses. Al cabo de tres meses, la revista ya no me llega y espero la típica llamada de: “¿Quiere continuar recibiendo la revista? ¡Pues subscríbase!”. No recibo nunca esa llamada (en realidad, me da igual, porque descubro que me gusta más otra revista de bebés y no quiero subscribirme a ésa, pero esto no viene a cuento ahora). En su lugar, recibo dos llamadas, separadas en el tiempo pero relacionadas ambas dos, estoy segura.

La primera es de una empresa que ha reconvertido el negocio de las enciclopedias por otro que también va de tomos y lomos: me intentan vender una colección de cuentos de Disney que te llevan a casa, pagas en cómodas mensualidades y además te regalan una estantería estupenda para colocar la colección. Digo que no y ya está. Pero algo me huele mal. ¿Cómo saben que he tenido un bebé? ¿Y de dónde puñetas han sacado el número de mi móvil?

Mi sospecha se confirmó ayer cuando recibí la segunda llamada. Una señorita muy amable me llamó de parte de la revista en cuestión, enjabonándome diciendo que soy de las mejores clientas (?!¡¿ ¡si me pasé a la competencia!) y que por eso me han seleccionado para una oferta única que no podré rechazar, un seguro de hospitalización por el que pagas 15 euros al mes y te pagan un montón de dinero por cada día que tú, tu niño o tu marido —Dios no lo quiera [sic]— estáis ingresados en un hospital. [A estas operadoras les hacen cursos para hablar sin respirar, creo que si las metieran bajo el agua, baterían récords de resistencia en apnea.]

La revista en cuestión no hace negocios vendiendo revistas, regalándote tres para luego engancharte con una subscripción. No. Su negocio consiste en vender tus datos. Y lo hace sin piedad: al tercer día de llegar a casa con el churumbel en brazos, ya me habían saturado el buzón empresas de papillas, ropa de niño y pañales con cartas de promociones y ofertas. No lo había relacionado hasta ahora, pero estoy casi segura de que todo sale de la misma puñetera tarjeta. Igual había alguna advertencia al respecto, diciendo que compartirían mis datos con todo dios, pero si la había, sin duda alguna estaba escrita con zumo de limón, y claro, en la habitación de la clínica no tenía precisamente a mano un farolillo para poner la llama bajo la tarjeta y descubrir la tinta invisible...

Otra sucesión de hechos: Cada mes, me llega una factura de la luz. La media es de unos 50 euros (y eso que me paso el día trabajando fuera de casa....). Y cada mes, la pago religiosamente, como una devota que quiere ver la luz cada día. Pues ahora resulta que la compañía eléctrica no debe tener bastantes beneficios... ¡porque también les ha dado mis datos a una compañía de seguros! Me llamaron la semana pasada y me soltaron un rollo de que habían llegado a un acuerdo con la compañía eléctrica para ofrecer a sus mejores clientes (qué remedio, si no pagas, te apagan) una oferta tan buena que no se podía rechazar y bla bla bla. Casualmente, también era una compañía de seguros. En este caso, te cubren con montañas de dinero si tienes un accidente de tráfico —Dios no lo quiera.

¿Por qué aprueban una ley de privacidad, y te obligan a poner una parrafada legal en los correos electrónicos, etc., para que luego las empresas lleguen a un convenio con desconocidos y vayan dando tus datos a todo cristo?

¿De qué sirve ser atea?

martes, 20 de abril de 2010

Correos exhibicionistas para mentes exhibicionistas

Esta semana he rebido en mi dirección del trabajo dos correos de dos personas a las que no conozco de nada y que me cuentan —a mí y a otras 200 personas más puestas en copia oculta— que han introducido nuevas entradas en su blog. Quieren que entre en el blog, que lea lo que han escrito y que les haga un comentario. Claro, de qué sirve escribir un blog si nadie te lee y si el lector, uno de tantos navegantes, no se manifieta y no deja su impronta. Escribimos para que nos lean. Somos adictos al feed-back. Ya que nos desnudamos, que sea para algo, ¿no?

Utilizamos Internet para buscarnos y para que nos busquen. Lo contaba hace unos días Llucia Ramis en la presentación en Barcelona de su última novela, Egosurfing, que pronto saldrá en castellano.

Gracias a los blogs, al Facebook y al Twitter, todos somos periodistas y cronistas de nuestra propia cotidianidad. El mero hecho de pensar en algo, de inventarse algo, lo que sea, es motivo de exhibición. Los blogs son las Cartas al director de ahora. Durante décadas, los periódicos han sido el único escaparate donde exponer opiniones, quejas y también felicitaciones. Hay lectores que se han convertido en auténticos profesionales de la sección. No hace mucho leí una carta en un diario y me fijé en la firma: ¡era el mismo tipo que durante años enviaba cartas al diario en el que yo trabajaba! Ignoro si esa persona tiene un blog (¿no lo he buscado todavía en el Google?), pero no me extrañaría en absoluto. Aunque, ahora que lo pienso, si tuviera blog seguramente habría dejado de escribir a los diarios, porque con el blog ya tendría satisfecha su dosis diaria de exhibicionismo.

El caso es que la autora de Egosurfing tiene más razón que un santo cuando dice que lo primero que hacemos en el Google Earth es buscar nuestra casa, y que metemos nuestro nombre en el Google para cerciorarnos de que existimos en alguna parte de este universo paralelo de almas desnudas. Y escribimos en blogs para que nos lean la mente y los pensamientos. Es así. Yo también lo hago. Lo que no sé si haría (aunque nunca se sabe: las adicciones son muy malas) es enviar un correo a todos mis contactos para decirles que lean mi nueva entrada y que me dejen un comentario. Entre otras razones porque el 97,2% por ciento de mis contactos no sabe que escribo en un blog.

viernes, 5 de marzo de 2010

¿Casualidades?


Tengo una profesión que propicia las casualidades, es cierto. Pero nunca dejan de sorprenderme. Incluso llego a pensar que me persiguen, es decir, que no existen. Que no son casualidad, vaya.

Siempre hay en el pasado algunos recuerdos que se despiertan con más energía que otros. Cuando eso pasa, eres capaz de describir cómo ibas vestida y qué colonia te pusiste. Hay otros recuerdos, en cambio, más perezosos. Tanto que incluso te los tienen que recordar, porque se habían quedado traspuestos en la tumbona de la piscina, apareciendo cuando se les requiere con cara de “estás interrumpiendo mi descanso” y sin ganas de sacudirse las neblinas.

Esta distinción entre recuerdos no es gratuita. Tienen personalidada propia, son indomables. No sabes por qué algunos son más espabilados que otros, por qué algunos tienen más ganas de notoriedad que otros, por qué algunos quieren figurar y otros no. Y no creo que sea casualidad que justamente los recuerdos con camerino propio son los que luego te sorprenden con una (presunta) casualidad.

Por ejemplo: muchas veces me he acordado de la primera vez que fui al cine sola con mi primera mejor amiga. Teníamos 10 años. Era la primera vez que íbamos la cine sin nuestros padres. La primera cita con tu mejor amiga. Me presenté en el cine un cuarto de hora antes y recuerdo que pasé mucha vergüenza mientras esperaba. Todo el mundo parecía mirarme y estar pensando que me habían dado plantón y cosas peores. Finalmente apareció ella y enseguida nos pusimos en la cola para comprar la entrada. ¡No valía ni 200 pesetas y la sesión era doble! Todavía nos quedaba dinero para palomitas y cuatro chuches.

La primera peli era la buena, El imperio del Sol, de Steven Spielberg. La peli es un drama. Va de un niño que tenía nuestra edad y que se pierde en Shanghai durante la ocupación japonesa de la II Guerra Mundial. Y encima John Malkovich, que no tiene que hacer nada para tener cara de malo, hace de malo. Pero el niño se espabila. Aprende rápido. Y no cuesta nada enamorarse de él. Después de ver la película, soñaba con que me lo encontraba por las calles de mi ciudad, una ciudad lo suficientemente grande como para que él la localizara en un mapa y viniera volando, pero lo suficientemente pequeña como para que dos niñas de 10 años pudieran ir solas al cine.

Eso nunca pasó, claro. En realidad, me lo encontré 20 años más tarde en la terraza de un hotel de lujo en Barcelona. Le estaba esperando allí para hacerle una entrevista. Increíble. Me miraba y me derretía. “Si tú supieras lo que he pensado en ti todo este tiempo...”. La entrevista se acabó y con ella una de aquellas casualidades memorables.

Tal vez no había sido tanta casualidad. Quizás el recuerdo de mi primer día de cine con mi amiga no había querido borrarse nunca. Iba apareciendo caprichosamente de vez en cuando porque sabía que algún día tendría su minuto de gloria.

La misma sensación tuve el otro día cuando me reencontré con un profesor de la facultad. Cada vez tengo una idea más difuminada de la carrera de Periodismo. Ya casi no recuerdo el nombre de ningún profesor y menos todavía de muchos de mis 80 compañeros de clase. Pero de aquellas clases de fotografía sí que me acuerdo. Me acuerdo que nos metían en un cuarto oscuro y, a tientas, debíamos sacar el carrete de la cámara, quitarle la tapa y meter el rollo de negativo en un líquido para positivarlo. Todo a oscuras, siguiendo las instrucciones del profesor allí dentro. Luego cogíamos los negativos y los metíamos en un proyector. En función de la exposición a la luz a la que sometíamos el negativo, que se proyectaba sobre el papel fotográfico, la imagen aparecería más contrastada o menos, más quemada o menos. Inservible o magnífica. Esto sucedía en el tramo final del proceso, el más mágico de todos: colocabas el papel en unos líquidos (primero en una bandeja, luego en otra) e iba surgiendo de la nada una imagen. Primero muy débil, luego cada vez más intensa. Hasta que lo que tu ojo había visto tras el visor se convertía en una imagen perfectamente encuadrada, con sus cuatro límites. Aquellas fueron las pimeras fotografías de verdad que hacía y me pareció fascinante.

Ahora no tendría ni idea de cómo hacerlo, porque es un proceso que no he vuelto a repetir, pero siempre me he acordado con mucho cariño de aquellas clases. Me sentí partícipe de uno de los grandes inventos del genio humano. Y pienso en ellas a menudo cuando cojo la cámara digital y, por ejemplo, me dedico a borrar las fotos de la tarjeta que no me gustan o que creo que no me han quedado bien. Aprietas el símbolo de la papelera, le das al sí y zas, de un plumazo, todo lo que la fotografía tenía de artesanía se borra con la imagen desechable.

Pues bien, en este número de la revista que estamos a punto de cerrar, hay unas fotos y unos textos del profesor que, a oscuras, nos iba indicando cómo sacar el carrete de la cámara y el negativo del carrete. Si en ese momento me dicen que 15 años más tarde estaría enviándole correos electrónicos (todavía no existían) para pedirle unos textos, les suelto que no me jodan, que me dejen en paz, que estoy concentrada en disfrutar de la magia de la fotografía.

Las casualidades no existen. Y ahora, con el Facebook, menos todavía.

lunes, 22 de febrero de 2010

Buscando a Teo


Once y media de la noche. Sagrada Família. Andén de la línia lila del metro. Llega el tren y se abren las puertas. Una mujer entra delante de mí y ocupa el único asiento libre del vagón. Me quedo de pie y la observo: la guarra me ha quitado el sitio. Pero pronto se me acaba la envidia, porque veo que empieza a temblarle la barbilla y que los ojos se le inundan. En pocos segundos, las primeras lágrimas le resbalan silenciosamente y le tiñen las mejillas de rímel.

Quiero dejar de mirarla, porque si está llorando sin hacer ruido es porque no quiere que la vean, pero el morbo es superior a mí. Enseguida empiezan las fabulaciones: por la hora que es y lo maquillada que va, seguro que la ha dejado el novio (o el proyecto de novio). Las lágrimas que te asaltan en el metro son viejas conocidas, es el llanto incontrolable de una nueva decepción. Otra más. La primera te la guardas y la lloras en casa. En la vigésimoquinta, el orgullo está arrastrado y es el que te estalla en los ojos. Sí, son las lágrimas de una vieja conversación, siempre con personas nuevas:

—¿Tú a dónde quieres ir a parar con esta relación? —pregunta ella mientras se acaba el tiramisú que ha pedido de postres.

—Yo sólo quiero pasarlo bien un rato y ya está. Creía que tú buscabas lo mismo.

—Pues no. Y además pensaba que tú te estabas tomando la relación en serio —responde con voz firme y serena mientras se levanta—. No hace falta que me acompañes a casa, gracias, estaré perfectamente.

Y en el asiento del metro se derrumban el cuerpo y el alma.

De nuevo, una vieja situación.

El caso es que estaba montándome un culebrón con las lágrimas de la pobre mujer cuando pillo un sitio. Todavía la tengo a tiro. Y no quiero mirarla. Así que me entretengo cotilleando de reojo las fotos que el yanqui de al lado y su novia están mirado en la cámara. Aprovechan el trayecto para repasar su jornada guiri. Y yo lo hago con ellos: los veo abrazados en el Tibidabo, acariciando el dragón cuarteado del Parc Güell, jugando a señalar los pináculos de la Sagrada Família, descansando en el Parc de la Ciutadella y haciendo cola delante de la Casa Batlló. Todavía no han llegado al final del día (el colofón son las fuentes iluminadas de Montjuïc), cuando me sorprendo buscando a Teo y su jersey rojo en las fotos.

No estoy loca. Es que estoy leyendo una historia apasionante sobre un tipo al que le cae una bolsa de basura en la cabeza en plena calle. El tipo en cuestión es Teo, que desde entonces, y por otros asuntos que ahora no vienen a cuento, anda un poco perdido y con la autoestima por los suelos (se le desparramó mientras estaba inconsciente en la acera después de haberle llovido mierda del cielo). Para remediarlo, decide poner remedio a su pérdida y se busca. Se busca en las fotos que todos los guiris de Barcelona se hacen delante de los edificios que salen en las guías: Casa Batlló, Pedrera, Palau de la Música, Sagrada Família... Cada día, dedica una hora a pasearse distraído por delante de las fachadas. Lleva un jersey rojo y está seguro que sale en un montón de fotos. Luego hace un llamamiento para que los guiris que han estado en Barcelona le busquen en sus fotos. Y los guiris responden: le mandan fotos en las que sale un tipo con un jersey rojo. Y él las cuelga en su fotolog, orgulloso de haberse encontrado.

Y por eso estaba yo buscando a Teo emergiendo de las fuentes de Montjuïc o haciendo cola delante del Museu Picasso. Pero me di cuenta de que era absurdo. Teo no existe. Teo sólo existe en Egosurfing, la novela que acabo de engullir. Teo es uno de los tres personajes de esta historia de ficción más verdadera que la vida misma. Una ficción que parte de una contradicción: cuántos más mecanismos tenemos en Internet para conocernos, más perdidos estamos. Y otra contradicción (maravillosa): ganó el Pla y es una de las novelas más redondas que he leído nunca.

viernes, 12 de febrero de 2010

¿El niño mató el blog?


Esta noche, tipo la una o las dos de la mañana, no me acuerdo bien, Alguien me dijo: “¡A ver cuándo actualizas el blog!”. Levanté los hombros y puse cara de circunstancia: “Ya, es que nació el niño y se murió el blog”. Y luego me quedé unos minutos pensando. ¿Tiene la culpa la criatura de que ya no me siente a escribir? Pues mira, no. La tiene el trabajo (el de fuera de casa, el remunerado, se entiende). De hecho, los posts anteriores a éste los escribí con el bebé colgado de mi teta, incluso me compré un portátil y le puse Internet, así que no es culpa del niño que yo ya no escriba. Es culpa de mi vuelta al trabajo.

Qué fuerte. Me di cuenta de un plumazo que ¡no soy la superwoman de las cosmopolitans! Las superwomans mandan en el trabajo, en la cocina y en la cama. Y escriben inglés perfectamente (son unas supergüimin).

Debo de tener las prioridades atrofiadas. No me siento una superwoman de revista. No mando en el trabajo ni en la cocina. Pero sí mando a mi marido a quedarse con el niño en casa para que yo pueda ir a una fiesta. Y pueda encontrarme con Alguien a la una de la mañana que me hace decir una frase lapidaria que me hace pensar. Y que me hace escribir cosas que no podría leer en voz alta porque me quedaría sin aire.

A mí dame un cosmopolitan y verás qué superguoman que soy.

lunes, 11 de mayo de 2009

Por primera vez, otra vez

Es evidente que para los recién nacidos, todo se hace por primera vez: el primer paseo, los primeros tejanos, el primer biberón... Lo que yo no sabía es que, al convertirme en madre, también iba a experimentar cosas por primera vez. Aunque ya las hubiera hecho antes.

En efecto, no me refiero a esas cosas que no había hecho nunca antes y que ahora forman parte de mi rutina diaria (cambiar pañales, baños, limpiar babas, etc.). No. Me refiero a esas cosas que solía hacer antes y que ahora, al volverlas a hacer, las vivo con renovada intensidad. Estoy hablando de esas cosas que hago sola, sin mi hijo, y pueden ser tan triviales como ir en metro. La primera vez que fui en metro sin mi hijo fue toda una experiencia. Antes solía coger un libro y no levantar la mirada de las páginas hasta que llegaba a mi destino. Ahora, sin embargo, no paro de observar a la gente, a cada una de las personas que entran y salen por las puertas. Sí, experimento la curiosidad por unas vidas ajenas como si fuera la primera vez que me mezclo en ellas.

No digamos la sensación novedosa que supuso ir a mi primera fiesta. Parecía que hacía años que no me ponía sombra de ojos ni me pintaba los labios y, al hacerlo, las manos dudaban como si fuera una adolescente maquillándome a escondidas de mi madre.

Es cierto que hay un antes y un después cuando tienes un hijo. No haces todas las cosas que hacías antes, pero cuando las haces, las vives como una colegiala con zapatos nuevos. Nadie me había hablado de esta sensación y la verdad es que me gusta. Es como haber vuelto a nacer.

lunes, 13 de abril de 2009

¡Por fin!

¡Por fin tengo Internet en casa! Sí, sí, como lo lees. Se acabaron las visitas al ciber. Hasta los 33 años, que son los que tengo ahora, he vivido sin ordenador en casa. Hace tres semanas que tenemos el portátil y ahora mismo estreno la conexión a Internet. Qué momento...

Es evidente que esto de las prioridades es cosa de cada uno. Yo, por ejemplo, he tenido antes un hijo que Internet...

domingo, 15 de febrero de 2009

Prohibido ser valiente

Cuando está ahí. Cuando sabes que está ahí. Cuando vas ligando cabos, y no sólo está, no sólo lo sabes. Cuando lo tienes bien atado. Cuando por fin, sí, cuando por fin puedes contarlo. Ese momento es indescriptible. Supera cualquier emoción, salta la adrenalina. Lo tienes, eso es. Es tuyo, todo tuyo. Vas a publicarlo.

Recuerdo el brillo en sus ojos, yo diciendo "joder, es muy fuerte". Y él: "es muy bueno, un temazo". Temazo. Lleva cuatro años sacando temazos. Es un puto crack, qué cojones. Es de los mejores. Y sí, vale, en esta profesión hay mucha envidia. Y, de acuerdo, se estaba metiendo donde no debía. Y bien, bien, es un kamikaze. Le falta menos experiencia que cabeza. Pero lo que publica él no lo publica nadie. No aquí, por lo menos. Cataluña, el maldito oasis. Le han jodido. Se lo han cargado pero bien.

Entrar ahora en quién ha sido y por qué sería complicado y, así como están las cosas, aun con pseudónimo me acusarían de desvelar secretos de sumario. Insisto: en el porqué está el qué. No indagaré en la injusticia de la toga, sino en la otra, en la que nos concierne a todos aquellos que, si no creemos en la verdad, sí creíamos hasta ahora en la profesión.

La amábamos. Porque no hay nada más emocionante que contarlo.

El viernes fue llamado a declarar. Era testigo de aquel temazo que me contó con los ojos brillantes. Lo acusaron de calumnias. Hasta aquí es comprensible. Lo acusaron de un montón de cosas raras y tuvo que pagar una fianza más alta que la de los imputados.

Las pruebas: e-mails a los que sólo podían acceder interviniendo su correo electrónico, y llamadas telefónicas que sólo podían obtener mediante pinchazos.

Éstos son los preámbulos.

Que El País haya mentido vilmente es asqueroso, pero hasta cierto punto previsible. En el mundillo, se ha puesto de moda una guerra que trasciende la política y que atenta contra los principios de la ética periodística. Qué digo, periodística; el compañerismo debería ser el principal valor de cualquier profesión.

Una cosa es la competencia, y otra, la competencia desleal. En un sector tan incompetente como el periodismo español, es imperdonable.

El País ha hecho trampa, porque ha tergiversado la realidad en aras de una guerra interna que no le interesa a nadie. Pero no sólo eso. Ha centrado la atención en un periodista de la competencia, cuando él no es el protagonista del caso. Él no es el acusado. El diario ha publicado incluso una foto suya, sin que haya todavía sentencia.

Si en vez de periodista, él hubiera sido fontanero, nadie hubiera publicado aquella foto ni aquel titular.

Si publicas el nombre y la fotografía de un colega, te lo cargas. Da igual que salga absuelto. El País ha asesinado de forma profesional a un periodista de otro medio. Y es asesinato en cuanto a que es intencionado. Son tan cobardes que publican la foto, publican un titular que da lugar al malentendido, y nadie firma la noticia.

El comportamiento de El Mundo ha sido igualmente deleznable. Después de que se haya pasado casi cuatro años publicando temazos en el rotativo, el diario considera que su redactor debe ser suspendido de empleo y sueldo hasta que se aclaren las cosas.

No sólo eso: se le ha prohibido poner un pie en la redacción.

Cualquier empresa debería defender a sus trabajadores, especialmente en el caso de las periodísticas, obligadas a confiar en quienes las mantienen. De un día para el otro, se han deshecho del redactor que más exclusivas ha dado en los últimos años (y "exclusivas" suele traducirse por "dinero") sin darle la oportunidad, ya no de defenderse, sino de ejercer el derecho propio de cualquier profesión.

El País se ha quitado de encima a la competencia y la ha utilizado para vender un tema. El Mundo se ha quitado de encima un posible problema, sin tener en cuenta el bagaje de su redactor.

Y el único que ha sabido tratar la noticia con decencia ha sido El Periódico, al margen de piques internos y otras chorradas que deberían de molestar al lector. Y que sólo dañan (y de qué manera) al redactor.

Todos sabemos lo mucho y lo bien que ha trabajado durante estos años. Quizá demasiado cerca del límite, no de la legalidad, sino del poder. El estado corrupto en el que vivimos no podía permitir que metiera las narices en según qué temas. Lo que me asquea es que el diario en el que -y para el que- trabajaba hasta ayer, tampoco.

En el tiempo que llevo aquí, se han cargado a tres compañeros de maneras tan indignas como indignantes. Nadie hace nada, nadie se rebela. Estamos en una situación tan precaria que, quien no publica, no cobra. Y quién quiere quedarse sin trabajo en plena crisis.

Por otra parte, quién quiere trabajar con esta gente que te da la espalda idependientemente de lo profesional que haya demostrado ser.

Ser valiente está prohibido. Ni siquiera tus compañeros te apoyarán en esto. Nadie hará nada. Y habrá incluso quien se alegre y se aproveche de la situación.

Asco. Desde el viernes, soy incapaz de sentir otra cosa. Incluso por mí misma, por mi propio miedo. Según mis valores, debería irme, dejar de trabajar en esta empresa. Pero, ¿cómo llegaré entonces a final de mes?

Me encantaba ser periodista. A él también. Pasión y profesión formaban un todo, y justificaban todas y cada una de las horas dedicadas al trabajo, que eran todas.

¿Vale la pena?

Poder contarlo, de eso se trata. Y vivimos en una puta sociedad amordazada.

jueves, 8 de enero de 2009

Scarlett y yo hemos roto


El otro día vi en la tele Lo que el viento se llevó. Hacía años que no la veía, y eso que había sido mi película de cabecera durante ese período tan revuelto de la adolescencia.

En aquellos años de rebeldía, espoleada por la creencia de que uno es superior a los demás, incluso —y sobre todo— a tus propios padres, me sentía muy identificada con Scarlett O’Hara, una mujer a quien las adversidades hacían más fuerte. Y manipuladora. Pero todo lo hacía por pura supervivencia. ¿Quién es capaz de juzgar tales artimañas después de presenciar el juramento bajo el árbol, con la mirada desafiando a Dios y un puñado de tierra de Tara en la mano? Eso sí que es un testamento vital y el resto son tonterías.

No sé si es que he madurado o qué, pero la película, vista 15 años más tarde, me pareció muy diferente. En mi época chunga de granos en la cara y menstruaciones de más de siete días, veía a Melanie Wilkes como una blandengue, una debilucha y una paliducha, que no se enteraba de que su marido Ashley —otro paliducho— estaba enamorado de Scarlett, a la que consideraba su mejor amiga y su principal apoyo en los momentos más difíciles. ¡Será tonta la tía!

Pues el otro día, ya ves, me sentí más identificada con Melanie que con Scarlett, a la que vi mucho más caprichosa y malévola. En cambio, la pálida de Melita esconde bajo su fragilidad a una mujer capaz de desenvainar una espada para matar a un intruso del ejército enemigo. Es una mujer de mirada limpia, que no tiene prejuicios y trata a las personas como personas, aunque sean prostitutas. Y es la única que ve antes que nadie que Rhet y Scarlett se aman y se necesitan. No es que me parezca a ella, la verdad, pero en algunos aspectos me gustaría, así que ahora sufro de crisis de identidad.

¿Qué se supone que debo hacer? ¿Me cambio de identidad bloguera por la de Sin Melanina Wilkes o sigo con la creencia de que Scarlet Ojala sigue siendo uno de mis ídolos, aunque ahora me dé cuenta de que sólo lo fue en mi juventud? Si conservo a Scarlet Ojala, será un homenaje a esos tiempos pasados, que seguro que ya no repetiré como hija, aunque me tocará rememorar como madre dentro de unos años...

Ufff, mejor pensaré en todo esto mañana. Si lo hago hoy, me volveré loca. Mañana será otro día.

jueves, 11 de diciembre de 2008

Toca mi barriga y te diré cómo eres


Desde que no me veo los pies, voy con la mirada alta y voy observando otras cosas. Así es como he llegado a clasificar a las personas según su reacción ante mi barrigota (Marcel ya pesa 1,8 kg).

Extremadamente prudentes. Miran pero no tocan. Llegan incluso a agacharse para mirar más de cerca, como si ese gesto fuera a provocar alguna reacción del niño, del tipo saludo o sonrisa o algo así... Pero de tocar, nada. Incluso hasta diciéndolo: “Papa, puedes tocar mi barriga si quieres, no pasa nada”, le pido a mi padre. “Bueno, es que no me atrevo”, contesta él, pero pone la mano encima, aunque tarda medio segundo en retirarla, como si mi barriga ardiera. Cada día que pasa veo más claro a quién me parezco. Y veo claro también que ser extremadamente prudente puede confundirse con un “paso de que estés embarazada, hago ver como que no me he enterado”, cuando en realidad es un “voy a contenerme para no invadir su espacio vital y andar toquiteando esa barriga tan mona todo el día, aunque me muera de ganas”.

Los prudentes normales. Son los que preguntan antes de tocar. Y son la mayoría de casos. Eso sí, sólo lo preguntan la primera vez, luego ya no, ya se dan por enterados de que a la dueña de la barriga no le importa en absoluto y se apuntan al self-service.

Los mecánicos. No preguntan antes de tocar. No tienen por qué ser familiares o amigos íntimos, a veces son conocidos que hace meses que no ves. No se trata de un tema de abuso de confianza, creo más bien que es un acto reflejo: la mayoría de los que tocan sin preguntar retiran la mano enseguida.

Los jetas. Pueden pasarse toda una cena con la mano encima de tu barriga todo el rato, esperando el momento de la patadita, mientras tú intentas zamparte lo que hay en el plato sorteando: 1) la distancia que hay entre la mesa y tú, que cada vez es más larga; y 2) la mano que hay encima de tu barriga, que corre el riesgo de acabar manchada de aceite, tomate, olivas... (en función del menú del momento). Evidentemente, una persona que antepone una barriga ajena a su propia comida (porque no se puede cortar el entrecot con una sola mano) no pregunta antes de actuar.

Los que creen que mi barriga es suya. Aquí ya no hablamos de manos, sino de orejas. Sí, sí, los hay que hasta te ponen la oreja encima. Esto me pasó en casa, en una cena con amigos. Uno de ellos, varón, me saludó con dos besos en las mejillas, el ritual de cada encuentro, y acto seguido posó sus dos manos y su oreja sobre mi barriga. Se quedó así un buen rato, como si esperara que Marcel le dijera hola, y al final se incorporó y dijo: “Hace ruido como de lavadora centrifugando”. Yo creo que no era Marcel, que era mi estómago, que reclamaba combustible, pero claro, no quise quitarle magia al momento...

miércoles, 10 de diciembre de 2008

Un cactus con anillos

Tiene 94 años. En febrero tendrá 95 y otro bisnieto. Está sorda de un oído, que le va bien para no oír lo que no le interesa. Todavía se pinta las cejas con perfilador, del mismo color caoba que la peluca. Vive en una residencia desde hace más de 15 años. “Ahora quiero que me cuiden a mí”, dijo un día, y se apuntó a la lista de espera para entrar en el centro, subvencionado por una caja de ahorros y cuidado por unas monjas.

Donde ella vive, los inviernos son fríos y los veranos, también. Criar a seis hijos y lavar toda su ropa en el río te hace ser muy práctico. Nada de contenciosos emocionales: si hay que hacer algo, se hace. Y punto. No se le han caído los anillos.

La definición de amor se le pasó por alto en el diccionario. El que sentía se escurría río abajo, con la espuma del jabón, mientras lavaba a paletazos sábanas, pantalones y calzoncillos. Cuando llegaba a casa, ya no le quedaba amor para repartir, más bien lo que repartía eran cachetes: no estaba dispuesta a tolerar ningún exceso después de que ella hubiera estado lavando ropa, zurciendo pantalones, cosiendo codilleras, regateando en la tienda, cociendo patatas con tocino y aprovechando hasta el último miligramo del cerdo que habían matado en diciembre. Mi abuela es como un cactus: resiste las condiciones más extremas, pero protege su fragilidad con espinas.

El otro día pasó una mala noche. Una crisis de hipertensión, dijo el médico. Cada vez que tiene un achaque, las orejas del lobo asoman por la ventana. A ella le gustaría vérselas definitivamente, enfrentarse a ellas de una vez por todas. “Donde yo estaría mejor es allí abajo”, dice, señalando a dos metros bajo tierra.

Aquella noche, le rogaba a la enfermera: “Quiero irme ya de una vez, dame algo para que me vaya”. “Nada de eso, tú tienes que aguantar”, le contestaba la enfermera. “Tú a mí no me quieres, si me quisieras, me darías algo”. Los cactus también saben de chantajes.

La enfermera no le dio nada. El lobo se fue y se llevó sus orejas con él. Ella sigue entre nosotros, a cero metros sobre el nivel del mar. Pero algo ha cambiado en su aspecto. “Madre, ¿cómo es que no llevas tus anillos?”, le grita su hijo al oído bueno. “Me los quité esta noche, pensaba que no iba a llegar a hoy”. En el momento de la rendición total, se deshizo de ellos: a dos metros bajo tierra no los necesita. Y punto.

lunes, 24 de noviembre de 2008

El futuro está en el pasado


Ante la puerta de un aula de la facultad de Loco Periodismo hay una chica esperando. El bolso colgando de un hombro, la carpeta apoyándose sobre la cadera contraria. Mira el reloj. Aún quedan unos minutos para que acabe la clase. En poco rato, llega un compañero de curso. Nunca antes habían hablado, pero se reconocen: ella es la chica mona y él, el guapo.

—Hola.

—Hola.

—¿Todavía están todos dentro? —pregunta el guapo.

—Sí, no creo que tarden en salir, ya casi es la hora.

—¿Y tú por qué no estás dentro?

—He llegado tarde y he preferido no entrar. ¿Y tú?

—Me he dormido.

El chico no hace cara de dormido, piensa ella. Esta mañana, de hecho, está más guapo que de costumbre. Quizás le ve así porque es la primera vez que le habla. Empieza a mirarle con otros ojos, algo le cosquillea en el interior.

—¿La carpeta te la has forrado tú? —interrumpe el chico el vuelo de mariposa de la chica.

—Sí —contesta ella orgullosa—. Es Desnudo bajando una escalera, de Marcel Duchamp.

Se descuelga la carpeta de la cadera y le enseña la fotocopia en color que ha protegido bajo el iron-fix. Efectivamente, se intuye el cuerpo de una mujer bajando las escaleras. Pero no lo hace de cualquier manera: como un eco visual, va dejando un rastro tras de sí, y se pueden seguir todos los movimientos anteriores al que está ejecutando. El presente es una sucesión de fotografías del pasado que pueden dejarte prever el futuro.

Ella no le suelta todo ese rollo sobre Marcel Duchamp. No quiere quedar como una repelente sabelotodo. Los dos miran la fotocopia, sin decir nada, pero ella espera alguna reacción de él ante la que es una de sus obras de arte preferidas. Finalmente, él abre la boca:

—Y esta pintura, ¿la llevas ahí porque te gusta de verdad o para hacerte la interesante?

La mariposa deja de revolotear. Se estampa contra la pared del estómago y no vuelve a retomar el vuelo.

La puerta del aula se abre y vomita un montón de estudiantes, que salen en procesión. Salen las amigas de ella y los amigos de él. Cada uno se va por su lado. Ella no tarda en cotillear con sus colegas lo que le acaba de pasar con el guapo de la clase. “Es un borde sin gusto por el arte”, concluye ante su auditorio.

Pero tal y como Duchamp había dejado pintado en 1912, el presente es una sucesión de fotografías del pasado que te dejan prever el futuro. Aunque ninguno de los dos sabía entonces que quince años más tarde esperarían un hijo al que le pondrían Marcel.

jueves, 20 de noviembre de 2008

Cuando alguien sabe algo de ti que tú hubieras preferido no saber


Los periodistas son unos fisgones y unos entrometidos.

Uno de ellos, que ha escrito un libro sobre la guerra anticivil, se metió en mi árbol genealógico y consiguió sacudirme por dentro cuando mencionó al hermano de mi bisabuela y lo describió como un “revolucionario incontrolado”.

Hasta ese momento, sólo sabía que el abuelito que venía a visitarnos desde la Galia cuando yo era muy chica y traía chocolates y galletas de mantequilla, había militado en la TOI (Todos Ocupados por la Internacional) y llevaba un pañuelo rojo en el cuello y una pistola en el cinto.

Ahora sé muchas más cosas, las que me procura la imaginación: las palabras “revolucionario incontrolado” dejan un margen muy amplio para fabular sobre unos horrores de la guerra anticivil que creo que prefiero no saber.

Más que nunca, entiendo por qué mi bisabuela siempre decía que las guerras son el peor castigo que las personas pueden padecer. Tanto da que luches en un bando o en otro, las atrocidades que se pueden llegar a cometer por supervivencia en nombre de una bandera son manchas sobre tu conciencia. Y no se van ni con lejía. Se acaban enmoheciendo y pudriendo y al final no te dejan dormir en paz.

El juez Garrafón removió todos estos pensamientos hace unas semanas, con el tema de las fosas comunes y demás. Ahora lo ha hecho un periodista fisgón que, haciendo su trabajo, me ha revelado asuntos íntimos que corren por mis venas.

Yo, que soy pacifista, resulta que he heredado una pistola en el cinto. El pañuelo en el cuello me da igual si es rojo, amarillo o azul. Lo que no quiero nunca es tener que usar el arma para defenderlo.

martes, 18 de noviembre de 2008

El nombre del padre, del hijo y del espíritu santo

El nombre del padre lo tengo claro; el del espíritu santo, también, porque no existió (para esa misión, ya estaba el padre); pero el nombre del hijo... ah, eso es otra cosa...

¿Cómo ponerle nombre a una personita que, en cuanto tenga conciencia, puede echarte en cara que no le gusta cómo se llama? ¡Qué responsabilidad!

Al final, en una reunión de urgencia, el padre y yo (el espíritu santo, como no ha intervenido para nada, no tenía tampoco silla reservada en esta cumbre) decidimos ponerle al hijo Perico de los Palotes, el nombre más común sobre la faz de la tierra. Por común, seguro que suena bien, y es el nombre al que todo el mundo recurre cuando quiere hablar de alguien anónimo o de cuyo nombre no quiere acordarse, así que nadie le pondrá un nombre que no es y nadie lo confundirá con otro, porque será todos a la vez.

No entiendo por qué la gente se entesta en poner nombres raros a sus hijos, con lo bonito y funcional que es Perico de los Palotes.

martes, 28 de octubre de 2008

Dr. Escayola

Paseando por la ciudad del cava, Sant Sadurní d’Anoia, me fijé en el nombre de una plaza:
Dr. Escayola. No encuentro nombre más adecuado para un médico, sobre todo si su especialidad
son las fracturas. Claro que, si me da un síncope o se me rompe el corazón, prefiero que me atienda
el Dr. Salvany, personaje ilustre que da nombre a otra plaza de la población.

Es reconfortante saber que, entre tanto cava, siempre habrá alguien dispuesto a curarte de cualquier mal. Amén.

jueves, 23 de octubre de 2008

Co-razón


¿Cómo es posible que la palabra corazón lleve consigo a su peor enemigo, la razón?

¿O quiere decir que la razón participa también del corazón, como copropietario o codirector? Si fuera así, el lío está armado igual: ¿quién manda más de los dos?

Ambos se disputan el dominio de las acciones de su portador/a, que se vuelve loco al no poder atender a los gritos de ambos a la vez. A ratos uno se deja dominar por el corazón; en ocasiones, quien manda es la razón. A veces ninguno de los dos y en otras los dos manejan a la par la centrifugadora en noches solitarias. También pasa que cuando manda el corazón, ante el fracaso estrepitoso, es la razón quien castiga; y lo hace duramente, como sólo ella sabe hacer: “Ya te dije que esto pasaría”. En caso contrario, si ordena la razón y la cagada es monumental, el corazón se encoge en sí mismo y luego cuesta un montón que se suelte.

Es todo muy esquizofrénico. No debería extrañarme. La misma palabra lo es.

viernes, 17 de octubre de 2008

Mear para saber



El otro día, una amiga me interrogó sobre mi embarazo. Es lo que tienen las barrigas, llaman la atención y despiertan la curiosidad. Quería saberlo todo, os lo juro: cuándo tomamos la decisión, cuándo fue la concepción (menos mal que no preguntó por el cómo...), cuándo empecé a sospechar que llevaba algo dentro, cuándo lo supimos, cómo los dijimos a la familia... Fue un interrogatorio en toda regla (la que ahora no tengo).

Al final, cansada de tanto romanticismo adherido a la situación y que ella insistía en ponerle a litros, le expliqué cómo había sido el ‘momentazo’ de saber que estaba embarazada:

“Mira, es el momento más antiromántico que te puedas tirar a la cara: consiste en mear encima de un test de embarazo, sentada en la taza del váter y procurando hacer puntería, para acertar en la esponjita y no mojarte la mano entera. Y tienes que atinar, porque si no meas lo suficiente sobre la esponjita, el test no sirve, así que vas persiguiendo el chorro de pipí, que nunca sale recto, por toda la taza del váter. Nosotras nos quejamos siempre de la poca puntería que tienen los hombres al mear, pero en momentos así te das cuenta de que las mujeres ni siquiera hemos sido entrenadas para ello. Luego tienes que dejar descansar unos cinco minutos el aparato en posición horizontal. Durante este tiempo tienes dos opciones: quedarte ahí embobado mirando o ir a hacer otras cosas, fingiendo que no sabes que estás a punto de saber algo que ya sospechas... En realidad, todo es más mecánico, frío y escatológico de lo que te pintan”.

Pues eso: cualquier coincidencia con las películas es puta casualidad.