jueves, 11 de diciembre de 2008

Toca mi barriga y te diré cómo eres


Desde que no me veo los pies, voy con la mirada alta y voy observando otras cosas. Así es como he llegado a clasificar a las personas según su reacción ante mi barrigota (Marcel ya pesa 1,8 kg).

Extremadamente prudentes. Miran pero no tocan. Llegan incluso a agacharse para mirar más de cerca, como si ese gesto fuera a provocar alguna reacción del niño, del tipo saludo o sonrisa o algo así... Pero de tocar, nada. Incluso hasta diciéndolo: “Papa, puedes tocar mi barriga si quieres, no pasa nada”, le pido a mi padre. “Bueno, es que no me atrevo”, contesta él, pero pone la mano encima, aunque tarda medio segundo en retirarla, como si mi barriga ardiera. Cada día que pasa veo más claro a quién me parezco. Y veo claro también que ser extremadamente prudente puede confundirse con un “paso de que estés embarazada, hago ver como que no me he enterado”, cuando en realidad es un “voy a contenerme para no invadir su espacio vital y andar toquiteando esa barriga tan mona todo el día, aunque me muera de ganas”.

Los prudentes normales. Son los que preguntan antes de tocar. Y son la mayoría de casos. Eso sí, sólo lo preguntan la primera vez, luego ya no, ya se dan por enterados de que a la dueña de la barriga no le importa en absoluto y se apuntan al self-service.

Los mecánicos. No preguntan antes de tocar. No tienen por qué ser familiares o amigos íntimos, a veces son conocidos que hace meses que no ves. No se trata de un tema de abuso de confianza, creo más bien que es un acto reflejo: la mayoría de los que tocan sin preguntar retiran la mano enseguida.

Los jetas. Pueden pasarse toda una cena con la mano encima de tu barriga todo el rato, esperando el momento de la patadita, mientras tú intentas zamparte lo que hay en el plato sorteando: 1) la distancia que hay entre la mesa y tú, que cada vez es más larga; y 2) la mano que hay encima de tu barriga, que corre el riesgo de acabar manchada de aceite, tomate, olivas... (en función del menú del momento). Evidentemente, una persona que antepone una barriga ajena a su propia comida (porque no se puede cortar el entrecot con una sola mano) no pregunta antes de actuar.

Los que creen que mi barriga es suya. Aquí ya no hablamos de manos, sino de orejas. Sí, sí, los hay que hasta te ponen la oreja encima. Esto me pasó en casa, en una cena con amigos. Uno de ellos, varón, me saludó con dos besos en las mejillas, el ritual de cada encuentro, y acto seguido posó sus dos manos y su oreja sobre mi barriga. Se quedó así un buen rato, como si esperara que Marcel le dijera hola, y al final se incorporó y dijo: “Hace ruido como de lavadora centrifugando”. Yo creo que no era Marcel, que era mi estómago, que reclamaba combustible, pero claro, no quise quitarle magia al momento...

miércoles, 10 de diciembre de 2008

Un cactus con anillos

Tiene 94 años. En febrero tendrá 95 y otro bisnieto. Está sorda de un oído, que le va bien para no oír lo que no le interesa. Todavía se pinta las cejas con perfilador, del mismo color caoba que la peluca. Vive en una residencia desde hace más de 15 años. “Ahora quiero que me cuiden a mí”, dijo un día, y se apuntó a la lista de espera para entrar en el centro, subvencionado por una caja de ahorros y cuidado por unas monjas.

Donde ella vive, los inviernos son fríos y los veranos, también. Criar a seis hijos y lavar toda su ropa en el río te hace ser muy práctico. Nada de contenciosos emocionales: si hay que hacer algo, se hace. Y punto. No se le han caído los anillos.

La definición de amor se le pasó por alto en el diccionario. El que sentía se escurría río abajo, con la espuma del jabón, mientras lavaba a paletazos sábanas, pantalones y calzoncillos. Cuando llegaba a casa, ya no le quedaba amor para repartir, más bien lo que repartía eran cachetes: no estaba dispuesta a tolerar ningún exceso después de que ella hubiera estado lavando ropa, zurciendo pantalones, cosiendo codilleras, regateando en la tienda, cociendo patatas con tocino y aprovechando hasta el último miligramo del cerdo que habían matado en diciembre. Mi abuela es como un cactus: resiste las condiciones más extremas, pero protege su fragilidad con espinas.

El otro día pasó una mala noche. Una crisis de hipertensión, dijo el médico. Cada vez que tiene un achaque, las orejas del lobo asoman por la ventana. A ella le gustaría vérselas definitivamente, enfrentarse a ellas de una vez por todas. “Donde yo estaría mejor es allí abajo”, dice, señalando a dos metros bajo tierra.

Aquella noche, le rogaba a la enfermera: “Quiero irme ya de una vez, dame algo para que me vaya”. “Nada de eso, tú tienes que aguantar”, le contestaba la enfermera. “Tú a mí no me quieres, si me quisieras, me darías algo”. Los cactus también saben de chantajes.

La enfermera no le dio nada. El lobo se fue y se llevó sus orejas con él. Ella sigue entre nosotros, a cero metros sobre el nivel del mar. Pero algo ha cambiado en su aspecto. “Madre, ¿cómo es que no llevas tus anillos?”, le grita su hijo al oído bueno. “Me los quité esta noche, pensaba que no iba a llegar a hoy”. En el momento de la rendición total, se deshizo de ellos: a dos metros bajo tierra no los necesita. Y punto.

lunes, 24 de noviembre de 2008

El futuro está en el pasado


Ante la puerta de un aula de la facultad de Loco Periodismo hay una chica esperando. El bolso colgando de un hombro, la carpeta apoyándose sobre la cadera contraria. Mira el reloj. Aún quedan unos minutos para que acabe la clase. En poco rato, llega un compañero de curso. Nunca antes habían hablado, pero se reconocen: ella es la chica mona y él, el guapo.

—Hola.

—Hola.

—¿Todavía están todos dentro? —pregunta el guapo.

—Sí, no creo que tarden en salir, ya casi es la hora.

—¿Y tú por qué no estás dentro?

—He llegado tarde y he preferido no entrar. ¿Y tú?

—Me he dormido.

El chico no hace cara de dormido, piensa ella. Esta mañana, de hecho, está más guapo que de costumbre. Quizás le ve así porque es la primera vez que le habla. Empieza a mirarle con otros ojos, algo le cosquillea en el interior.

—¿La carpeta te la has forrado tú? —interrumpe el chico el vuelo de mariposa de la chica.

—Sí —contesta ella orgullosa—. Es Desnudo bajando una escalera, de Marcel Duchamp.

Se descuelga la carpeta de la cadera y le enseña la fotocopia en color que ha protegido bajo el iron-fix. Efectivamente, se intuye el cuerpo de una mujer bajando las escaleras. Pero no lo hace de cualquier manera: como un eco visual, va dejando un rastro tras de sí, y se pueden seguir todos los movimientos anteriores al que está ejecutando. El presente es una sucesión de fotografías del pasado que pueden dejarte prever el futuro.

Ella no le suelta todo ese rollo sobre Marcel Duchamp. No quiere quedar como una repelente sabelotodo. Los dos miran la fotocopia, sin decir nada, pero ella espera alguna reacción de él ante la que es una de sus obras de arte preferidas. Finalmente, él abre la boca:

—Y esta pintura, ¿la llevas ahí porque te gusta de verdad o para hacerte la interesante?

La mariposa deja de revolotear. Se estampa contra la pared del estómago y no vuelve a retomar el vuelo.

La puerta del aula se abre y vomita un montón de estudiantes, que salen en procesión. Salen las amigas de ella y los amigos de él. Cada uno se va por su lado. Ella no tarda en cotillear con sus colegas lo que le acaba de pasar con el guapo de la clase. “Es un borde sin gusto por el arte”, concluye ante su auditorio.

Pero tal y como Duchamp había dejado pintado en 1912, el presente es una sucesión de fotografías del pasado que te dejan prever el futuro. Aunque ninguno de los dos sabía entonces que quince años más tarde esperarían un hijo al que le pondrían Marcel.

jueves, 20 de noviembre de 2008

Cuando alguien sabe algo de ti que tú hubieras preferido no saber


Los periodistas son unos fisgones y unos entrometidos.

Uno de ellos, que ha escrito un libro sobre la guerra anticivil, se metió en mi árbol genealógico y consiguió sacudirme por dentro cuando mencionó al hermano de mi bisabuela y lo describió como un “revolucionario incontrolado”.

Hasta ese momento, sólo sabía que el abuelito que venía a visitarnos desde la Galia cuando yo era muy chica y traía chocolates y galletas de mantequilla, había militado en la TOI (Todos Ocupados por la Internacional) y llevaba un pañuelo rojo en el cuello y una pistola en el cinto.

Ahora sé muchas más cosas, las que me procura la imaginación: las palabras “revolucionario incontrolado” dejan un margen muy amplio para fabular sobre unos horrores de la guerra anticivil que creo que prefiero no saber.

Más que nunca, entiendo por qué mi bisabuela siempre decía que las guerras son el peor castigo que las personas pueden padecer. Tanto da que luches en un bando o en otro, las atrocidades que se pueden llegar a cometer por supervivencia en nombre de una bandera son manchas sobre tu conciencia. Y no se van ni con lejía. Se acaban enmoheciendo y pudriendo y al final no te dejan dormir en paz.

El juez Garrafón removió todos estos pensamientos hace unas semanas, con el tema de las fosas comunes y demás. Ahora lo ha hecho un periodista fisgón que, haciendo su trabajo, me ha revelado asuntos íntimos que corren por mis venas.

Yo, que soy pacifista, resulta que he heredado una pistola en el cinto. El pañuelo en el cuello me da igual si es rojo, amarillo o azul. Lo que no quiero nunca es tener que usar el arma para defenderlo.

martes, 18 de noviembre de 2008

El nombre del padre, del hijo y del espíritu santo

El nombre del padre lo tengo claro; el del espíritu santo, también, porque no existió (para esa misión, ya estaba el padre); pero el nombre del hijo... ah, eso es otra cosa...

¿Cómo ponerle nombre a una personita que, en cuanto tenga conciencia, puede echarte en cara que no le gusta cómo se llama? ¡Qué responsabilidad!

Al final, en una reunión de urgencia, el padre y yo (el espíritu santo, como no ha intervenido para nada, no tenía tampoco silla reservada en esta cumbre) decidimos ponerle al hijo Perico de los Palotes, el nombre más común sobre la faz de la tierra. Por común, seguro que suena bien, y es el nombre al que todo el mundo recurre cuando quiere hablar de alguien anónimo o de cuyo nombre no quiere acordarse, así que nadie le pondrá un nombre que no es y nadie lo confundirá con otro, porque será todos a la vez.

No entiendo por qué la gente se entesta en poner nombres raros a sus hijos, con lo bonito y funcional que es Perico de los Palotes.

martes, 28 de octubre de 2008

Dr. Escayola

Paseando por la ciudad del cava, Sant Sadurní d’Anoia, me fijé en el nombre de una plaza:
Dr. Escayola. No encuentro nombre más adecuado para un médico, sobre todo si su especialidad
son las fracturas. Claro que, si me da un síncope o se me rompe el corazón, prefiero que me atienda
el Dr. Salvany, personaje ilustre que da nombre a otra plaza de la población.

Es reconfortante saber que, entre tanto cava, siempre habrá alguien dispuesto a curarte de cualquier mal. Amén.

jueves, 23 de octubre de 2008

Co-razón


¿Cómo es posible que la palabra corazón lleve consigo a su peor enemigo, la razón?

¿O quiere decir que la razón participa también del corazón, como copropietario o codirector? Si fuera así, el lío está armado igual: ¿quién manda más de los dos?

Ambos se disputan el dominio de las acciones de su portador/a, que se vuelve loco al no poder atender a los gritos de ambos a la vez. A ratos uno se deja dominar por el corazón; en ocasiones, quien manda es la razón. A veces ninguno de los dos y en otras los dos manejan a la par la centrifugadora en noches solitarias. También pasa que cuando manda el corazón, ante el fracaso estrepitoso, es la razón quien castiga; y lo hace duramente, como sólo ella sabe hacer: “Ya te dije que esto pasaría”. En caso contrario, si ordena la razón y la cagada es monumental, el corazón se encoge en sí mismo y luego cuesta un montón que se suelte.

Es todo muy esquizofrénico. No debería extrañarme. La misma palabra lo es.

viernes, 17 de octubre de 2008

Mear para saber



El otro día, una amiga me interrogó sobre mi embarazo. Es lo que tienen las barrigas, llaman la atención y despiertan la curiosidad. Quería saberlo todo, os lo juro: cuándo tomamos la decisión, cuándo fue la concepción (menos mal que no preguntó por el cómo...), cuándo empecé a sospechar que llevaba algo dentro, cuándo lo supimos, cómo los dijimos a la familia... Fue un interrogatorio en toda regla (la que ahora no tengo).

Al final, cansada de tanto romanticismo adherido a la situación y que ella insistía en ponerle a litros, le expliqué cómo había sido el ‘momentazo’ de saber que estaba embarazada:

“Mira, es el momento más antiromántico que te puedas tirar a la cara: consiste en mear encima de un test de embarazo, sentada en la taza del váter y procurando hacer puntería, para acertar en la esponjita y no mojarte la mano entera. Y tienes que atinar, porque si no meas lo suficiente sobre la esponjita, el test no sirve, así que vas persiguiendo el chorro de pipí, que nunca sale recto, por toda la taza del váter. Nosotras nos quejamos siempre de la poca puntería que tienen los hombres al mear, pero en momentos así te das cuenta de que las mujeres ni siquiera hemos sido entrenadas para ello. Luego tienes que dejar descansar unos cinco minutos el aparato en posición horizontal. Durante este tiempo tienes dos opciones: quedarte ahí embobado mirando o ir a hacer otras cosas, fingiendo que no sabes que estás a punto de saber algo que ya sospechas... En realidad, todo es más mecánico, frío y escatológico de lo que te pintan”.

Pues eso: cualquier coincidencia con las películas es puta casualidad.

miércoles, 1 de octubre de 2008

Mi cuerpo no me pertenece

Desde hace un tiempo, estoy poseída.

Pensar en comida me da náuseas, las digestiones son como erupciones volcánicas que me devuelven la bilis a la boca, estoy más torpe y tengo arcadas cuando me lavo los dientes.

Nada de esto me pasaba antes. Y ahora no puedo dejar de pensar que algo dentro de mí está parasitándome. A veces me da golpecitos en la tripa para manifestarse. Pero no hace falta que lo haga, porque siempre soy consciente de su presencia: se manifiesta en mis pechos, que han crecido; en los bares, cuando voy a pedir una cerveza y tengo que reprimirme y cambiarla por una limonada; en los bocadillos inexistentes, que no puedo comer porque el pan me sienta fatal; en los eructos que suelto durante todo el día para aliviar los triples saltos mortales de mis jugos gástricos; y en las pesadillas que me asaltan por las noches con nuevos miedos.

En las películas románticas, las historias de amor empiezan con dos personas que se odian. No sé si lo que me está pasando será algo parecido. En cualquier caso, pase lo que pase, me temo que ya no puedo elegir: el bicho se ha apoderado de mi cuerpo, lo usa para alimentarse, crecer y transportarse. Y hasta que no lo expulse no empezará de verdad la historia de amor.

martes, 16 de septiembre de 2008

Abre los ojos




Es muy recurrente soñar que te mueres. Aunque en realidad, en los sueños nunca llegas a morir: siempre hay un sobresalto que te despierta antes. A veces nos vemos muertos (en el ataúd o gente en nuestro entierro), pero no es lo mismo que vivir tu muerte en sueños. Dicen que si eso pasa, ya no despiertas jamás; pero claro, ¿quién ha vivido para contarlo?

Lo que hizo diferente el sueño que tuve el otro día es que mi muerte tenía plazo: me envenenaron con una especie de fruto oloroso y sabía que me iba a morir en 48 horas.

¿Qué hacer en mis últimas 48 horas? ¿De qué personas me daba tiempo a despedirme? ¿Podré llegar cuerda a mi último suspiro? Ninguno de estos interrogantes se me pasaba por la cabeza en ese sueño: lo único que quería era dormir (como si no lo estuviera haciendo ya...). “Si duermo”, me argumentaba a mí misma en el sueño, “no sufriré ni me enteraré de nada”.

¿Es ésa la actitud que tendría si me sucediera algo así en realidad? La pesadilla empezó cuando me desperté: mi cobardía me da miedo.

martes, 9 de septiembre de 2008

Dos misas en una semana

Soy como algunos fotógrafos: a no ser que sea para bodas, bautizos y comuniones, nunca voy a misa. Pero en una semana, por circunstancias diversas, asistí a dos de estas liturgias católicas.

La primera fue por amor al arte. En la catedral que quería visitar estaban haciendo misa y quedaba prohibido deambular por la nave, así que no tuvimos más remedio que colarnos en la misa, como dos practicantes más, y encontrar un asiento desde el que contemplar la nave, los rosetones, el altar y, sobre todo, el retablo de la capilla inaugurado unos meses antes y elaborado por las manos angelicales y la mente endemoniada de un artista que parece trabajar bajo el embrujo del ron. Valió la pena aguantar el sermón para adorar al Creador.

Siete días más tarde, también en un domingo, viví otra misa. Es costumbre en mi familia materna asistir a la misa cantada que se hace en el pueblo para rendir pleitesía a la virgen que, según la leyenda (otra de tantas), un pastorcillo encontró en la confluencia de los ríos que rodean el pueblo. Por eso la virgen se llama Vigilaquetevasaahogar. Yo sí que me casi me ahogo, pero en lágrimas, porque mi abuela, que le tenía verdadera devoción a la virgen, murió hace años. Y en esa misa —quién me lo iba a decir— me sentí más cerca de ella. Valió la pena aguantar el sermón para volver a abrazar a la Creadora.

jueves, 21 de agosto de 2008

Pez mordedor, poco ladrador


Como es sabido por todos, lo peces no ladran. Y por eso se dedican a morder.

Me he pasado el verano en las playas de Menorca, evitando ser mordisqueada por pececitos plateados que camuflan en su bonito aspecto una piraña en potencia.

Las playas de la isla son idílicas y salvajes, especialmente las del norte. Uno se zambulle en sus aguas cristalinas y aprecia cómo los pececitos se acercan curiosos a las extremidades inferiores de su cuerpo. “¡Qué monos!”, pensé cuando los vi acercarse. Nada presagiaba que iba a tener que huir despavorida ante ataques que seguro que inspiraron a Steven Spielberg para su Tiburón.

No sé si los peces atacan para defenderse o porque no son capaces de asumir la marea humana que les viene en agosto, removiendo sus aguas y turbando su tranquilidad. Pero cualquier motivo que se me pueda ocurrir es mejor que pensar que se acercaron a mis piernas confundiendo mis pelos con ricos prados de posidonia...

lunes, 18 de agosto de 2008

¡No se vayan todavía, aún hay más!

Después de la publicidad, el Equipo T regresa con peces que muerden y muchas cosas más. ¡No se lo pierdan!

jueves, 3 de julio de 2008

La curiosidad mató al gato

No será casual que en el dicho popular se mate a un gato y no a una rata, una cucharacha o una araña (aunque se lo merezcan sólo por el hecho de existir). No, la curiosidad mató al gato porque el gato es un animal curioso (y, por lo que se ve, no lo son las ratas, las cucarachas ni las arañas; eso me va fatal, porque me iría muy bien tener una excusa para fomentar su erradicación en masa).

Uy, que me despisto con mis fobias... Total, que el otro día estaba mirando la tele, con la puerta de la terraza abierta (por aquello de que pase un poco de aire) y, de reojo, entre escena y escena de CSI, veo dos puntos de luz mirándome. Primero me cago de miedo, luego pido ayuda a Grissom, después me atrevo a girarme y mirar a lo que me está mirando y por fin me tranquilizo: es un puto gato. Es el puto gato del vecino, que primero se mea en mis plantas, luego escarba en ellas, después se caga en la tierra y ahora se atreve a entrar en mi comedor.

No sé si existe un repelente contra gatos, pero sospecho que si voy a la droguería me darán uno que se llama 'Curiosidad'.

miércoles, 18 de junio de 2008

Una soplona


Necesito que House me hiperventile cada vez que salgo del súper. O que Clooney me haga el boca a boca. Lo que sea. Lo que necesito al salir del súper es que alguien me devuelva todo el aire que he tenido que soplar para abrir las malditas bolsas de la frutería. Por no hablar de las bolsas con asas que te dan en la caja.

De verdad, tendríais que verme: parezco una parturienta en plena contracción, allí, soplándole a la bolsa para que se separen las dos partes y pueda meter la fruta dentro. O un niño soplando esas velas de la tarta de cumpleaños que nunca se apagan. Al final acabo blanca. Exhausta. “Podrías probar con las uñas”, me diréis. Lo haría gustosa, si no me las comiera.

Si se os ocurre otra idea para no quedarme sin aire, os lo agradezco. No es sólo una cuestión física. Mi dignidad baja 17 enteros cuando tengo que hacer el numerito soplón en público.

sábado, 14 de junio de 2008

una imagen vale más que mil palabras


Me están haciendo fotos. Y escribir en un blog a la vez que te hacen fotos puede parecer difícil, pero resulta de lo más cómodo. Sobre todo porque sales de espaldas y, claro, te pillan el lado bueno. Siempre te pillan el lado bueno. Por eso esta será una de las entradas más sencillas que he escrito aquí, porque en realidad lo importante no es lo que escriba y, al final, no voy a decir absolutamente nada. Así que quien espere palabras, pierde el tiempo. Esta es sólo una cuestión estética. Nada más. Esto es todo lo que puedo ofrecer mientras me hacen fotos, porque quieras que no, pone nerviosa, vaaale, lo admito. Escritura compulsiva, lo llaman, porque no puedo parar ni un momento mientras Ansonio hace click, click! Y yo no tengo ni idea de si me está enfocando las manos, las tetas o el cogote. Pero eso, al final, tampoco es lo que importa. Y aquí seguimos, últimos clicks, clicks y arreando. De arrear. Apa!

PD: soy el fotógrafo, y se ha dejado el blog abierto con los nervios de la foto, para mi ha sido un placer y si no ver la foto, jejejeje

jueves, 29 de mayo de 2008

Ya me tienes hasta la banana





Oh, Indiana.


Atención, este post contiene spoiler. O sea, que te agua la fiesta; por si te habías montado tu película.


Ayer el Equipo T fue al cine en comunidad por primera vez. Film: Indiana Jones IV.


Yo, de pequeña, quería ser arqueóloga como él. Ahora, de mayor, quiero ser Sharon Stone. Entrada: 7 euros; Palomitas: 3 euros; Cerveza: 2 euros. Que Peter Parker te lo pague todo no tiene precio.


La película viene a ser como una mezcla de los Goonies y ET, pero sin demasiadas emociones. Y sin emoción tampoco. Al final, a Spielberg no se le ocurría qué hacer sin su querido George Lucas, y primero tiró de StarGate, que ni siquiera es suya:


Según la teoría del Reino de la calavera de cristal (manda huevos, el título), los extraterrestres no aterrizaron en el antiguo Egipto, como en StarGate sino en el Imperio Maya. Pero bueno, la idea es la misma: las pirámides o los templos son platillos volantes de incógnito; y los dibujitos que los humanos dejaban en las paredes no se referían al dios sol, sino, pues eso, a una nave espacial.


Si nos creímos que el Arca Perdida existía y, por lo tanto, también Jesús y su vaso de madera, pues vale, creerse lo de los marcianos invasores tampoco es tan descabellado. Lo chungo es que, de tanto centrarse en otras galaxias, de repente a Spielberg le entra la morriña. Y nada, que se pone a hacer una revisión del famoso "Soy tu padre", de Star Wars.


Creerse que Indiana puede tener un hijo es mil veces más difícil que creerse que una calavera de cristal puede apartar a un montón de hormigas carnívoras que además hacen ruiditos de masticar, así: ñiñiñiñí. Pero es que el final de la película es del todo inverosímil. Mucho más inverosímil que cuando el platillo volador se eleva cual Independence Day, y se va directamente a la Tercera Fase.


Porque la teoría que tiene el Equipo T es que Spielberg ha hecho algo así como un metatexto fílmico; desde el minuto 1 se podrían establecer hipervínculos con otras películas. Por ejemplo, nada más empezar, aparece un topo igual que los animales de Ice Age o Babe el cerdito valiente. Y tú piensas: será un trailer. Pero no! Es la película! Luego, de una caja, aparece por fin la famosa Arca Perdida. Incluso aparece la tía con la que Indiana se enrolla en ese film, Marion, o como se llame.


Eso por no hablar de las referencias a El Dorado de Saura, o La ruta hacia el Dorado, o Aguirre, la cólera de Dios, de Herzog, que seguramente Spielberg no ha visto.


En fin, por si fuera poco, hay un error de guión garrafal: corren más calaveras de cristal de ésas que bolas en una sala de billar. Además, si Orellana llegó a descubrir Akator, ¿cómo volvió a cerrar luego todas las puertas y pasadizos?


Cuando te enteras de que en el guión han participado el director de Señales, y también el de La milla verde, entiendes muchas cosas. Pero ninguna justifica el final. Ese final es inadmisible.


Pero claro, ¿qué otro podía surgir de semejante ensalada de películas taquilleras?


Da igual: todo es perdonable porque en la peli aparece la famosa línea roja que traza sobre un mapa el recorrido de Indiana en avión. Y eso mola que te cagas.

lunes, 26 de mayo de 2008

De cómo ganar Eurovisión y otros cantares


Si Rusia gana Eurovisión no es más que porque se montó una nación graaande, graaande, con muchas partes pequeñiiiiiiiiitas alrededor de un gran país. Y, después de descubrir a todos los mandatarios del mundo occidental las maravillas del vodka, soltó amarres, por eso del qué diran. Como los rusos, es lo que tiene el frío, son mucho de apretujarse, aún conservan algunos cachos, en plan remember. Pero se deshicieron de los suficientes como para que alguien les entienda cuando cantan. Y les vote, claro, porque si no te entienden tienes que estar muuuy bueno/a para que te vote la gente así por la cara (pues eso). Y ese es su urdido plan para ganar Eurovisión, que si alguien le quiere llamar Guerra Fría, pues que le llame, hombre, no seré yo quien me ponga tiquismiquis, pero que es de ignorantes, pues también lo digo.

O la balcanización, ¿qué me dicen de la balcanización? Si en el fondo croatas, serbios y bosnios se llevan la mar de bien. Si no, no se votarían, ¿no? Y si no han ganado este año es porque lo de Kosovo aún anda así así.

Pues nada, ni amenazas ni ostias. Rompemos España y punto. O nos trasladamos con la casa a cuestas al centro de un continente, con muchos países vecinos. Porque Andorra y Portugal, que no es por deslucir, pero eso, que son Andorra y Portugal...

Así que nada, a fragmentarse, balcanizarse o romperse a cachos sin miedo, hombre! Así todos tenemos mar (y los del 'Aquí no hay playa' se cayan de una puta vez) y a votarse tocan. Un año ganan los madrileños (que vaya Sabina), otro los andaluces (que la Pantoja aún colea) y otro los catalanes (y va Serrat, por no hacerle otro feo).

Y a mí que esto me recuerda a nosequé novela de Saramago...

jueves, 22 de mayo de 2008

Inyecciones de desmemoria


Además de dormirte, hay anestesias que te borran los recuerdos.

Nos lo explicó el cirujano que le apañó una hernia a mi padre. Se llama anestesia con amnesia retroactiva (exactamente no sé si estos fueron los términos que usó el cirujano, pero más o menos). Los médicos tienen piedad del paciente y le inyectan esa sustancia (seguro que es un invento de la NASA) para que no tenga recuerdos traumáticos del quirófano (por la ansiedad y el miedo que genera ese espacio aséptico y lleno de instrumentos de tortura).

Lo único que recuerda mi padre del día de la operación es que se durmió en la camilla, antes de entrar en el quirófano, y que se despertó en la misma camilla, ya camino de la habitación, donde le estábamos esperando.

En realidad, a mi padre lo durmieron en el quirófano, no en el pasillo: la inyección hizo que se olvidara de la conversación que mantuvo con el cirujano justo antes de que le chutaran la droga, bajo el foco de luz y con un montón de enmascarillados revoloteando y chismorreando a su alrededor, contribuyendo a agitar sus nervios. Pero él no recuerda nada de esto: se lo contó el cirujano más tarde. El médico dice que gracias a esta sustancia amnésica, los pacientes ya no tienen tanto miedo cuando deben entrar de nuevo en un quirófano, porque se les han borrado los recuerdos angustiosos.

No sé si el cirujano se lo inventó o no, la verdad es que yo nunca había oído hablar de esta substancia, a la que enseguida califiqué de milagrosa. “Ojalá me hubiera inyectado una de ésas justo después del primer polvo de mi vida”, pensé primero. Pero luego rectifiqué: “Gracias a ese polvo horrible, he sabido lo que no quiero en mi cama”. Así que ahora tengo dudas sobre lo que es mejor olvidar y lo que se debe conservar, aunque sea por haber aprendido algo. ¿Cómo saber lo que te iría bien eliminar de tus recuerdos y lo que no? ¿Cómo saber lo que ha contribuido a crearte como eres ahora aunque haya sido una experiencia horrorosa? Si borras un recuerdo de tu mente, ¿te conviertes entonces en otra persona?

Mejor me meto un chute de amnesia retroactiva y me olvido de toda esta paranoia.

lunes, 5 de mayo de 2008

Pensamientos fúnebres

Llega y dice:

—Cuando supe la noticia, me quedé muerta.

Silencio sepulcral.

Es que no se puede llegar a un velatorio y soltar esa frase. No se puede, y punto.

Pero el cerebro es súper traidor. Cuando uno se prepara mentalmente para ir a un tanatorio o a un entierro, se repite para sus adentros, una y mil veces, que no dirá “me quedé muerto en cuanto lo supe”, “este jersey te queda divino de la muerte”, “si llueve y nos mojamos, nadie se va a morir”, “estás muy constipada, tienes voz de ultratumba” o “ese restaurante no mata”.

Es inútil. Basta que te hayas repetido una y mil veces que no dirás nada de eso, cuando de repente se te escapan las palabras malditas de la boca. Y no puedes hacer nada para cogerlas al vuelo y devolverlas al agujero negro de donde han salido.

El cerebro es ese agujero negro, travieso y maleducado, que envía órdenes a tus cuerdas vocales desobedeciendo las que tú le has dado.

Una putada.

Una jugarreta más de la masa gris, que no se deja domesticar.

lunes, 21 de abril de 2008

Por el mal camino


Trabajo en una revista de viajes y ahora resulta que he perdido el norte, la estrella polar, mi faro celestial. ¡Qué cursilada! Mejor voy al grano: últimamente visito demasiado los bajos fondos y en ellos me he visto envuelta en peleas de bares y robos de bolsos.

Lo primero sucedió una noche (claro, ¿cuándo, si no, se puede actuar con alevosía?) en un bar de Gràcia. Estaba con dos amigas brindando con cerveza cuando oímos un ruido de vendaval: dos hombres se abalanzan sobre una mesa —¡de mármol!— y la hacen volar por los aires. Como en los saloon del oeste. Lo juro. Los tipos —que no son ni Robert Mitchum ni Billy el Rápido— caen de la mesa, se van al suelo y llegan rodando hasta mis pies. El de arriba tiene el cuello del de abajo entre sus manos. El de abajo intenta zafarse como puede. Los dos resoplan como dos toros en la plaza.

Asisto espantada a la escena: dos hombres se están matando bajo mis pies. Lo que en la Edad Media podría considerarse como un halago, a mí me deja helada. Pero no lo suficiente como para que mi nariz no detecte el olor de la adrenalina y mis ojos identifiquen a uno de los dos cavalleros como el camarero que nos ha servido las viandas. El aturdimiento me dura unos segundos, pero en seguida me pongo a gritar, como una enajenada: “¡Basta! ¡Basta! ¡Basta ya!”, mientras intento que el gladiador de arriba no aniquile al de abajo, procurando separar las manos del camarero del cuello ajeno.

La situación es bastante ridícula: dos tipos matándose en el suelo, una espontánea convertida en separatista y un montón de espectadores. Al final, alguien con cabeza (y mucha más fuerza que yo) decide intervenir y consigue separar a los titanes. Luego supimos que el tipo que el camarero tenía aplacado en el suelo, bajo mis pies, había pegado a otro camarero del bar porque le había repetido mil veces que saliera del lavabo (un lavabo que no usaba como tal, sino como reponedor de drogas en el organismo).

Las sirenas de la ambulancia y de la policía local ponen punto y final a una historia que me ha acelerado el corazón y puesto las piernas a temblar. No tengo más remedio que aplacar mi ansiedad... pidiéndome otra cerveza.

El otro episodio es mucho más breve. También pasa por la noche, en un bar, y, curiosamente, me pilla con una cerveza en la mano. Estoy sentada tan tranquilamente charlando con una novelista y su círculo de amistades cuando noto un algo que me activa el séptimo sentido. El séptimo sentido es un coñazo, porque siempre quiere darse más importancia que el famoso sexto sentido: llama exageradamente mi atención poniéndome en alerta sobre cosas que no van a pasar nunca y al final me convierte en una paranoica.

En esta ocasión, menos mal que le hago caso, porque, en cuanto me giro, veo a un individuo vestido de negro, envolviendo con su chaqueta de piel mi bolso rojo. Me levanto de golpe, voy hacia él y le reclamo lo que es mío: “Oye cariño, dame mi bolso”. El tipo me mira, descolocado, y no opone resistencia. Cuando te pillan con las manos en la masa, es mejor rajarse que inflarse, así que el susodicho desaparece de mi vista, que a partir de ahora no perderá a mi bolso.

En esta segunda historia no hay sirenas de policía que pongan música a los títulos de crédito, pero da lo mismo, me pido otra cerveza igualmente. En la cerveza he encontrado mi Estrella polar.

lunes, 14 de abril de 2008

Odio la maquina (¡sí, sin acento!) de café


El café de la máquina de mi oficina está asqueroso. Pero eso no es lo peor.

Ante la máquina del café, una quiere hacerse la simpática con el que está esperando, intenta dar conversación para que no sean tan largos los minutos que pasan hasta que suena el pitido y uno puede obedecer al mandato de la pantalla (EXTRAER). Como en estos casos está ABSOLUTAMENTE prohibido hablar del tiempo, pues uno se pone a hablar del café que la máquina, en ese momento, está recogiendo en los campos de Colombia, está tostando y está moliendo para que el expresso (JA JA) te sepa a gloria (a Gloria igual le sabe a algo, a mí me sabe a caldo de tornillos oxidados).

En conversaciones forzadas ante la máquina del café, es fácil caer en el tópico de “qué haríamos sin el café”, “es el segundo café de la mañana y no consigo despegar las pestañas”, etc, etc. En estas estábamos cuando se produce el episodio en cuestión.

Bajo la opción “café express” está la opción “café largo”, y el que está justo detrás de mí me dice cuando me ve apretar el botón de arriba:

—Si te pides el largo, por el mismo precio tienes el doble de café.

—Sí, ¡y el doble de malo! —le respondo, horrorizada.

—Bueno, el café no está tan mal...

—¡Anda que no! Es bastante horrible, la verdad...

—Pues esta máquina lo muele en el acto. Casi todas las máquinas de café lo llevan molido y se pierde todo el aroma.

—Mmmmm, bueno, no voy a negar que he probado cafés de máquina mucho peores —concluyo amablemente la conversación, por aquello de dar consuelo al pobre diablo que tengo delante, que tiene las papilas gustativas atrofiadas y no lo sabe.

Lo que supe después es que estaba cagándome en el café ante el jefe de administración que se encarga de la máquina y de subministrar sus contenidos. Poco después de esta conversación, el tipo en cuestión cambió el café por otro llamado “justo” y ahora el “express”, que sólo es fiel a su nombre porque la máquina lo sirve muy rápido, lo pagamos (más) caro.

Ya llevo unos cuantos episodios protagonizados ante la máquina del café bastante patosiles y eso me hace pensar que esta máquina se quita el acento en la A y se dedica a maquinar. Para joder al personal, claro.

martes, 8 de abril de 2008

Cuando hablan de ti... ¡y tú estás allí!


Cuatro días idílicos en la campiña prioratina. Me habían hablado muy bien de esta comarca, el Priorat, donde las viñas inundan el paisaje y su excelente vino, el paladar. Y ahí que me fui a descansar en cuanto tuve oportunidad.

Estaba en una casa rural, de esas tan rurales que todos los huéspedes, a la hora de cenar, comparten comida y mesa con los propietarios de la casa. En esa situación, uno se ve obligado a dar conversación a los que tienes al lado. ¿Dónde habéis estado hoy? ¿Por dóne habéis paseado? ¿Qué pueblos habéis visto? En fin, un sinfín de preguntas con las que uno intenta evitar que el silencio se materialice, se haga espeso y se coloque en el centro del mantel, justo al lado de la sopera de donde nos servimos la crema de calabacín.

Cuando uno ya ha recorrido toda la comarca a base de preguntas y respuestas, los recursos se acaban: ha llegado el momento de empezar a despotricar. ¿Y qué mejor colectivo para destripar que el de los periodistas? Total, las probabilidades de que haya un periodista en una mesa de ocho personas son prácticamente nulas: los periodistas, como los modelos de los anuncios, todo el mundo sabe que existen, pero muy poca gente conoce a alguno... Así que la pista estaba libre... “No hay periodistas imparciales, todos están politizados”, “Visteis cómo la presentadora del especial de las elecciones se posicionaba claramente con el ganador”, “Se creen que saben de todo y hablan por hablar”... fueron algunas de las frases con las que los comensales rompieron el silencio, en una discusión muy animada en la que el vino también intervenía (el vino en sí no decía nada, pero hacía decir unas cosas...).

Hubiera sido el remate que, al final de todas las disertaciones, me preguntaran dónde trabajo. Después de haberme mantenido al margen de la conversación, no habría sabido qué decir. Creo que me hubiera zambullido en la sopera.

Menos mal que nadie preguntó: no soporto la crema de calabacín.

martes, 1 de abril de 2008

Semana self-service


Hay semanas en las que uno deja que el jefe haga con él lo que quiera. A eso yo le llamo “la semana self-service”. Y quiere decir lo que quiere decir, que el jefe se sirve lo que quiere y cuando le apatece: que pide una vertical, pues tú te pones a hacer el pino, caminando con las dos manos y haciendo eses por la redacción; que reclama los cristales más limpios dos horas después de que haya acabado tu jornada laboral, pues tú pillas el xampa y le das con brío a las ventanas. Y así hasta que acaba la semana. La p... semana.

Hay gente que llama a esta semana “la del cierre de una revista”: los horarios se desbordan y las exigencias de los jefes son siempre extravagantes e inoportunas por definición. Precisamente por eso, yo he bautizado estas horribles jornadas como las de self-service. Creo que mi apelativo se ajusta más a la realidad. Lo demás son puro eufemismo.

A cambio, cuando este infierno acabe, te vas a coger “happy hours” cuando te apetezca, y podrás mirar cositas por Internet, perderte en el YouTube, hundirte en gestiones absurdas, imaginar destinos para tus vacaciones y relacionarte con tu familia y amigos desde el trabajo... Es una especie de intercambio: tantos días de self-service equivalen a un montón de happy hours. Pero un montón.

Al otro lado





Nada baja tanto la autoestima como que te hagan una entrevista: siempre sales con la impresión de que eres tonta, de que has quedado como una tonta y de que todo el mundo ha podido ver lo tonta que eres. Ahora entiendo a Sofía Mazagatos.


No hay peor paciente que un médico, ni peor entrevistado que un periodista; así, pues, ante un micro soy como House con gastroenteritis. En efecto, me duele la barriga y creo que todo es una mierda.


¿Cómo puede ser que olvide siempre lo que quería decir? ¿Por qué, cuando ya estoy en la escalera, se me ocurren un montón de respuestas ingeniosas que podría haber dado y a las que doy vueltas y más vueltas durante toda la noche, y no me dejan dormir? Pero ya es demasiado tarde, y pego esparadrapo en los altavoces de la radio para no escuchar mi propia voz bajo ningún concepto.


Entonces entiendo la crueldad de nuestra profesión, siempre poniendo a prueba a la persona que tenemos delante, siempre haciendo preguntas superdifíciles como: ¿qué esperabas de esta ciudad? o ¿por qué escribiste este libro?


¿Por qué el ingenio es tan remilrepuñetadamente lento????


Los periodistas existimos para hacer preguntas, no para dar respuestas. Cuando cambian los turnos, tenemos que resignarnos a que un colega nos dé palmaditas en la espalda y diga: "Lo haces por una buena causa".


Moraleja: si un lobo se deja morder por otro lobo, le duele más que si fuera un cordero. O quizá no, quizá le duela lo mismo, pero como un lobo nunca se pondría en la piel de un cordero, no lo sabe. O bueno, a veces el lobo se pone en la piel del cordero, para fingir y eso... bueno, pue a lo mejor la moraleja es errónea, y el mordisco al lobo le duele más que al cordero y puede que incluso más. Pero, sinceramente, ¿a alguien le importa?

viernes, 14 de marzo de 2008

No estamos solos


Ayer estuve a punto de publicar una superexclusiva. Era demasiado buena para ser verdad, porque contenía información política y también información propia de la prensa rosa. La historia estaba redactada de modo que era cierta, puesto que se planteaba inicialmente como una pregunta retórica (de ésas que no necesitan respuesta) y se remataba convertida en hipérbole.

Escribí el texto, me fui a tomar una cerveza, y sonó mi móvil: el director del diario había leído en maqueta lo que yo había escrito y temía por mi vida. Pensé que exageraba. Para mí la política es como la farándula: quienes las alimentan quieren que se hable de ellos, aunque sea de bien; son personajes públicos. Y un personaje público es lo que es, que yo me acuerdo de cuando se hablaba del número de veces que un presidente se acostaba con su señora esposa durante la semana y eran un montón y nadie acababa de creérselo. Pero, por lo visto (y eso lo aprendí ayer), puedes hablar del número de veces que un presidente se acuesta con su esposa EN CAMPAÑA. Cuando NO ESTÁS EN CAMPAÑA no puedes hablar de eso. Ni de eso, ni de su mujer ni, de hecho, del propio presidente.
En fin, que el director temía por mi vida, yo creí que exageraba... pero accedí a cambiar el texto. Salí del bar en el que estaba, llamé a la redacción, y dicté por teléfono la modificiación: "Donde pone tal, di que está interesado en dar un giro a la izquierda, y donde pone cual, escribe que prefiere jugar a fútbol". Vale.

Regreso al interior del bar, retomo la cerveza y, todavía no he conseguido llevármela a los labios cuando, de repente, un tipo que no había visto en la vida se abalanza sobre mi mesa y suelta: "Oye, te he oído en la puerta. No pretenderás publicar eso, ¿verdad?".

Dios, me dije, es la competencia. Luego creí que era un fan, o algo. Pero no. Era el jefe de prensa de uno de los políticos de los que yo había estado hablando.

Mierda, pensé entonces, están en todas partes. Nos controlan. Son una plaga. Tienen superpoderes y oyen los ultrasonidos. Son omnipresentes.

También pensé que ese tipo se había ganado el sueldo. Así que llamé de nuevo a la redacción, pedí que quitaran el párrafo. Pensé que por culpa de eso hoy nadie sabe qué es una pregunta retórica, mucho menos una hipérbole. Y lo que es más importante: hoy nadie sabe lo que es el sentido del humor.

Apagar fuegos con lágrimas


Esta semana ha sido muy rara en la empresa. Un día, a media mañana, sonaron las alarmas de incendios. Tuvimos que salir pitando, es decir, entre pitidos, agudos, horribles, que te escoltan hasta que sales al aire libre.

Salimos todos al patio —como en el colegio— y allí el jefe de cada grupo nos pasó lista. Estábamos los 13. Contados todos, me dediqué a mirar a mi alrededor. Éramos más de 150 y, por primera vez, fui consciente, con todos los cuerpos ahí presentes, de la cantidad de gente que trabaja en mi mismo edificio. Hasta entonces, las 150 personas se reducían a encuentros casuales con algunas de ellas en las escaleras, la máquina del café, la cocina, el baño o la parada del autobús. Al final te parece que ves siempre a los mismos y que en realidad en tu edificio sólo trabajan 20.

El caso es que, entre las 150 caras, no podía dejar de mirar a la que le resbalaban lágrimas por las mejillas. ¿Estaría recordando un episodio similar en el que murió algún ser querido? ¿Estaría afectada por los pitidos de las alarmas —la verdad es que son enloquecedores—? Nada de eso. Le acababan de echar una bronca a la pobre mujer.

Cuando te echan una bronca de esas que te hacen llorar, te vas corriendo al baño y no sales en horas. Hasta que lo ojos se te han deshinchado. Y te has podido lavar la cara con el agua fresca que sale del grifo de la dignidad, que va haciendo esfuerzos por recuperarse. Imagino a la mujer encerrada en el baño, sentada en la taza del wáter, sonándose los mocos con el papel higiénico... y suena la alarma de incendios. Hay que joderse. Ella intentando apagar su propio fuego y va y a la empresa le da por organizar un simulacro.

Un mal presagio, sin duda. Hoy es viernes y han dedicido no renovar el contrato a una persona de las 150 que salieron al patio, obedientes y organizadas. Pero ésta no era una de las caras anónimas, ésta era una de las 20 con las que suelo cruzarme. Y hoy le resbalan lágrimas por las mejillas.

lunes, 10 de marzo de 2008

El misterio de los votos en blanco


No hay quién se aclare con esto del voto en blanco. Yo pensaba que, para que el voto en blanco contara como tal, el sobre debería estar vacío. Y así contenido y continente van a la par. Pero resulta que ayer un amigo empezó a defenderme que un voto en blanco es un papel en blanco dentro del sobre. Un papel, claro está, que él mismo tiene que proporcionarse y traerse de casa, puesto que en los colegios electorales no hay ninguna papeleta en blanco (no vaya a ser que los indecisos, ante las papeletas, se dejen tentar por el color de las nubes en verano).

Intenté explicarle a mi amigo que el voto en blanco no es un papel en blanco, sino el vacío, la nada, dentro del sobre. Pero no se dejó convencer. Y tampoco me atreví a insistir mucho, porque me di cuenta de que para mi amigo, aceptar mi realidad era aceptar que durante diez años ha estado emitiendo votos nulos. Ni blancos, ni negros. Nulos. Pobrecito, qué desengaño.

viernes, 7 de marzo de 2008

Encuentros en la tercera fase


Mi madre va mucho de hospitales, últimamente. Y sabe mucho de encuentros en la tercera fase, porque cuando estás en los boxes de urgencias de un hospital, es como estar en el umbral... de la tercera fase. Claro, que Umbral ya traspasó a su apellido hace unos meses... Bueno, al grano. Estaba mi madre con una amiga suya en uno de los boxes, cuando le soltó, como para darle conversación:

—El otro día volví de mi pueblo, de Tararí.

Su amiga no contestó, de tan traspuesta que estaba por la medicación que le acababan de dar, pero la frase de mi madre encontró respuesta más allá... de la cortina que separaba las dos camas del box. Una voz femenina, débil, consiguió sortear la cortina con la fuerza suficiente para que mi madre oyera esto:

—Yo soy de muy cerca de Tararí, nací en Tararó.

—¡Qué casualidad! —exclama mi madre enseguida (la gente de Tararí y Tararó no suele abundar lejos de sus confines)—. Yo soy hija de Pin y de Pan. A lo mejor los conoce.

Mi madre ya se había acercado tímidamente hacia la voz, con la intención de correr la cortina y poder mantener una conversación normal. Aunque fuera a las puertas de la tercera fase.

—Claro que conozco a sus padres —respondió la voz, ahora ya con cuerpo de abuelita encogida, cabellos disgregados y mejillas hundidas—. Yo conocí sobre todo a sus abuelos, Perico y Lola. Fuimos vecinos en los pisos de la estación de tren de Matarile. Mi marido era ferroviario y su abuelo era el jefe de la estación.

—Efectivamente —dijo mi madre, que para entonces ya había conseguido situarse bien cerca de la abuelita que, desde la cama donde estaba postrada, la estaba llevando de la mano hacia su infancia.

—Yo me acuerdo mucho de su abuela Lola. Nos hicimos muy amigas, a pesar de nuestra diferencia de edad. Recuerdo que casi siempre estaba enferma, pero nunca sabía lo que tenía.

Mi bisabuela, a la que conocí y a la que siempre recordaré enseñándome a jugar a la brisca y a hacer ganchillo (lo primero me divertía mucho más), tenía diabetis, pero en los años 40 y 50 esa enfermedad ni se conocía, y andaba todo el tiempo medio mareada e indispuesta.

—Pero su pesar más grande no era que siempre se encontrara mal —continuó la abuelita—. Lola tenía otro problema. Se sentaba a mi lado, en la cocina, y empezaba a lamentarse. “Ay, ay”, me decía, “mi Perico se ha enamorado de una maestra”.

Mi madre se quedó muda —muy raro en ella—, pero se tragó su propio silencio, muy espeso y doloroso, y dijo:

—Sí, ya lo sabíamos. Pero creíamos que no lo sabía nadie más y que la familia lo estaba llevando con mucha discreción y dignidad.

Toda la dignidad con la que se puede llevar una doble vida, forzada por unos tiempos, llenos de candados, en los que la libertad sólo podía vivir dentro de las personas, sin atreverse a sacar la cabeza.

Cuando mi madre me llamó para contarme esta historia de la abuelita en el hospital, ella creía que estaba revelándome un secreto familiar, el de que mis bisabuelos nunca fueron felices y que, durante un tiempo, tuve una ‘bisabuela paralela’.

—Mamá, yo ya lo sabía. Diez años después de morirse la yaya Lola, cuando papá y tú os separásteis, soñé con ella y después de abrazarme muy fuerte y darme muchos besos, me lo contó todo.

Eso sí que fue un encuentro en la tercera fase.

lunes, 3 de marzo de 2008

Desesperación

¡¡Ecooo, eeecoooo!! Haciendo llamamiento a Peter Parker y Sex Luthor: Scarlet Ojala se siente un poco sola.

viernes, 29 de febrero de 2008

Hay que ser masoquista...


Como puedo, me levanto a las seis de la mañana, meo en la taza del váter (creo), me visto aún con los ojos cerrados, desayuno un vaso de leche con cereales, cojo la mochila, abro la puerta de mi casa y salgo a la calle. Allí me esperan siete minutos de caminata a paso ligero, por aquello de ir calentando motores y despertando espíritus, y llego a mi destino. La puerta se abre automáticamente: tiene un detector de zombis en la parte superior y los cristales se separan para dejarte pasar. Acabo de llegar al gimnasio.

Lo peor está por llegar. Pero yo ya estoy ahí. Y eso ya me parece un milagro. Voy a la sala de bicicletas y rapiño una que no esté lo suficientemente lejos del monitor como para que no controle la resistencia de mi aparato y lo suficientemente cerca como para oír sus instrucciones (en estas clases la música maquinorra se pone muy alta, el monitor grita mucho y la gente resopla; es como estar en la barriga de un barco con los motores a toda pastilla metidos en tu oreja, los operarios resoplando en tu pescuezo y el capitán dando órdenes como un desesperado).

¿A que motiva un montón lo que os estoy contando? Pues el otro día, el que tenía al lado, 20 años más que yo, como mínimo, iba bailando con la cabeza, además de darle a los pedales con brío y subir y bajar del sillín repetidas veces, siguiendo al pie de la letra las instrucciones del monitor. ¡El tipo se lo estaba pasando en grande! ¡Con esas bicicletas que no te llevan a ninguna parte! A mí, al único lugar donde me llevan es a la maldición y a la obsesión: maldigo el momento en el que puse los pies en el suelo, fuera de la cama, y sólo soy capaz de pensar en la ducha que me espera después de la gran sudada. No puedo pensar en bailes de discoteca, ni en el paisaje que podría ver si esa bici, en lugar de estar clavada en el suelo, tuviera ruedas de verdad y rodara por paisajes bucólicos rollo Monet.

¿Qué intento demostrarme cada mañana con tamaño sacrificio? Todavía no lo he entendido. Sólo sé que, cuando estoy bajo el chorro tonificante de la ducha, los tres cuartos de hora de incesante pedaleo se vaporizan, como el agua caliente, y desaparecen. Cierro los ojos, los abro y me siento renacer: el día de verdad empieza entonces, no cuando me ataba las bambas entre sueños.

martes, 19 de febrero de 2008

Posturas indecentes


Intento hacer la compra por Internet y lo estoy pasando fatal. Mi pantalla no la ve nadie de mi equipo, pero sí personas de otros departamentos, que no saben que trabajas como una idiota pero que, una vez cada X, te entretienes más de una hora comprando en el súper on line. Que te vea gente de otra área comprando compresas con alas por Internet es súper chungo. Todos coqueteamos con la Red varias veces al día, pero que pillen atrapada en el pasillo de los detergentes, comparando precios y olores, es otra cosa muy distinta. Evidentemente, el que tiene ángulo visual directo hacia mi pantalla es el más cotilla de todos y seguro que comenta la jugada en la comida. Y voy a ser la comidilla de todos.

El caso es que voy desviando la pantalla hacia una postura que creo que, como mucho, lo único que verá el cotilla de detrás es una pantalla borrosa, que hace aguas. Pero claro, eso me obliga a contornearme de una manera poco sana. Cuando me canso, pongo la pantalla recta y, durante un ratito, hago ver que miro los correos, edito un reportaje o busco pies de foto. Pero eso me entretiene un montón y no puedo perder el hilo de la lista de la compra, que luego no sé si he estado en el pasillo del papel del váter o no, así que tengo que mirar en el carro virtual (si fuera de verdad, no lo podría arrastrar) y buscar el maldito papel del váter. Una agonía. La compra en estas condiciones no se acaba nunca y las posturas indecentes acaban por machacarme el cuerpo.

Otra técnica es avalanzarse sobre la pantalla, haciendo ver que te interesa tanto lo que estás editando que tienes que tocar la pantalla con los ojos. Así el propio cabezón hace de muro protector contra cotillas y es casi imposible ver, entre la melena y las orejas, qué es lo que menda lerenda está leyendo con tanto ansia.

Mientras tanto, no paro de pensar en el anuncio de Telefonica, ése en el que el jefe se dirige a toda la oficina para decirles que hay un pack tan barato que mirar Internet en el trabajo es un crimen, no porque dejes de trabajar, sino porque, en realidad, ya no ahorras nada por no gastar teléfono en casa.

Y si supiérais cómo escribo los posts, fliparíais.

martes, 12 de febrero de 2008

Carta al director


Inventarse cartas al director es un ejercicio muy sano. Uno debe ponerse en la piel de un lector cualquiera e intentar imaginar aquellas cosas que le pueden inquietar. ¿Quizás le ha preocupado especialmente aquella noticia que apareció sobre la amenaza que se cierne sobre los pingüinos de la Antártida por culpa del cambio climático? Nos tienen acribillados con eso cambio climático, seguro que el asunto ha empezado a preocupar a alguien de verdad.

¿O mejor debería pensar que mi lector imaginario, en el que estoy a punto de enfundarme, está más interesado en que investigar la muerte de Lady Di cuesta casi 8 millones de euros? Ya se sabe, todo lo que pueda rascar a nuestro bolsillo nos afecta sobremanera...

No sé, creo que al final voy a decantarme por el tema deportivo y los éxitos de Gasol con los Lakers. Siempre es más interesante saber que un español ha marcado 12 puntos, ha recogido 8 bolas y ha hecho 5 pases que han acabado en canasta en un partido de la NBA que publicitar que el Joventut ganó la Copa del Rey contra un Tau que jugaba en casa —¿a quién le importa eso?—.

Os invito a que leáis mañana la sección de cartas al director de todos los diarios. Si encontráis alguna sobre los pingüinos, Lady Di o Pau Gasol, ya sabréis quién la ha escrito.

jueves, 7 de febrero de 2008

Alguien quiere que yo no trabaje


Lo que os voy a contar ahora tiene mucho de paranormal y poco de normal. Ayer me dormí. Bueno, diréis, hasta aquí nada fuera de lo común. Es cierto, dormirse no tiene nada de especial. Pero que el propio cable del despertador bloquee el botón por el cual se acciona eso que se llama alarma y que, como su nombre indica, te alarma para que despiertes de golpe, pues yo creo que eso es cosa de los espíritus.

La cosa no acaba ahí. Después del susto de ver la hora en el despertador (9:12, no se me olvidará en la vida, mi jornada laboral empieza a las 9:00), una se va pitando al baño, hace una ducha rápida, se viste aún más velozmente y se prepara la comida en un tupper en un plis plas. Voy tarde, pero todo está controlado, pienso. Nada más lejos de la realidad.

El siguiente episodio está aún por resolver y todavía, después de haberlo pensado mucho, no he hallado explicación alguna a tal misterio (¡Dioosss, me parezco al del Cuarto milenio ese!). Bueno, basta ya de intrigas. En resumen: mi casa se convirtió en mi propia cárcel. No encontraba las llaves por ningún lado y, sin ellas, no podía traspasar eso que se llama puerta. Estuve media hora buscándolas, con los consiguientes nervios, claro, porque os recuerdo que yo ya iba un poquito tarde...

Busqué varias veces por los mismos lugares hasta que, en una tercera batida, las llaves salieron de bajo un cojín, en un sofá cama para invitados en el que no me siento nunca... ¿Cómo fueron a parar hasta ahí? Mmmm... Yo sólo he encontrado dos explicaciones: o soy sonámbula o una hada madrina no quería que ayer fuera a trabajar. La seguna respuesta es la que más me gusta, pero no entiendo porqué este hada madrina aparece sólo una vez al año...

sábado, 2 de febrero de 2008

No te bajes los pantalones por la cultura


Esos pesebrazos acaban siempre con un after en mi habitación. Te has pasado dos días en Andorra para celebrar un premio literario, y los organizadores te han invitado a Caldea para que te remojes en el jacuzzi. Pero, ¿cómo vas a relajarte viendo a los escritores en bañador? Escritores más bien mayores, casi jubilados, que pueden permitirse dos días en paños menores.


Llevas dos días comiendo y bebiendo sin parar, ha ganado el premio una chica que no conces. En el Buda, música trallera y todos los jefes, que beben y beben como los peces en el río y los salmones. La fiesta acaba a las tres, demasiado pronto, y dices: "Vamos todos a mi habitación". Maldita borracha.


Y ahí estaban todos. Uno se había puesto el albornoz para poder transportar los botellines de su propio minibar en los bolsillos; se había anundado el cinturón del albornoz al cuello e iba en zapatillas. Otro hablaba de culos. Tiene controlados todos los culos femeninos del sector editorial y, contra lo que yo siempre había creído, el mío no es el mejor. Por lo visto hay uno que me supera. Yo, claro, no puedo saberlo, porque casi nunca veo mi culo, sólo cuando me lo fotografían. Pero por lo que sé de él, por lo que bien que suelen hablarme sobre su manera de ser y por lo bien que funciona, me cuesta creer que haya un culo mejor.


En fin, en el after no faltó el típico maricón tramposo. El maricón tramposo es aquél que, utilizando la excusa de que es gay, se aprovecha de la confianza de las mujeres, y al final es el que se atreve a tumbarse en tu cama, en plan: "Uy, estoy muy cansado, qué cansado estoy". Los demás invitados, entonces, se largan. Y cuando te quedas a solas con el maricón, entonces descubres que es un tramposo, porque a él, mientras pueda enseñar sus nuevos calzoncillos Calvin Klein que acaba de comprarse en Andorra, todo le va bien.


El problema del maricón tramposo es que yo siempre he sabido que lo es; maricón tramposo, quiero decir. Hace demasiados años que nos conocemos. Además, él había cometido el error de comentarme que quería estrenar sus calzoncillos nuevos, y no había nadie más allá con quien hacerlo.


Así que se la devolví, ejerciendo de fresca tramposa. Es decir: hice de fresca ("yo también soy una viciosa, o qué te crees, viva el morbo"), hasta que hubo que demostrarlo. Entonces solté la misma excusa que había utilizado él para quedarse: "Uy, estoy muy cansada, qué cansada estoy". Y tuvo que largarse con el rabo entre las piernas. Bueno, o al revés.


Conclusión: este mundillo es un putiferio de cuidado. No te bajes los pantalones por la cultura.


viernes, 1 de febrero de 2008

Jodidas baldosas


¡Ufff! Hoy me ha vuelto a pasar. Iba yo caminando por la acera tan tranquilamente (bueno, tranquilamente no, porque llegaba tarde al trabajo), cuando he pisado una de esas baldosas-mina o baldosas-trampa. Son esas baldosas que engañan, porque parece que estén bien colocadas, pero, en cuanto las pisas, se desequilibran y te sueltan un chorro de agua sucia que sale de las profundidades para dejarte perdidos los zapatos y los pantalones.

Ayer me pasó y me disgusté un montón. Hoy me ha vuelto a pasar y me he indignado. Y más todavía cuando pienso que vengo quejándome de los charcos de agua negra y viscosa que se forman en las calles del Cairo cuando llueve. Allí, al menos, la mierda se ve y puedes esquivarla. Aquí, en cambio, la mierda acecha bajo una apariencia de orden y pulcritud ¡y te ataca cuando menos te lo esperas!

Mmmm, vaya, me estoy dando cuenta de que acabo de hacer el descubrimiento del siglo...

jueves, 31 de enero de 2008

Eso es una metáfora y el resto son tonterías


Estaba yo el otro día con uns amigas hablando pues, eso, de lo típico que hablan las mujeres cuando beben, de lo complicadas que son las relaciones y bla bla bla. En concreto, una de ellas estaba hablando de su enamoramiento. Resulta que nunca antes había estado enamorada y se descubría pensando en su amado todo el día, mirando al móvil constantemente y enfadándose si él no estaba pendiente de ella en todo momento... Acababa de descubrir, en definitiva, que el enamoramiento es una arma de doble filo: por un lado, te hace flotar y, por el otro, te puede hundir, sobre todo si te obsesiona la idea de que tu amado puede dejarte. Ella se encontraba ante ese abismo.

Nosotras intentamos explicarle que el problema lo tenía ella, porque él no había dado en ningún momento señales de abandonamiento y, en cambio, ella estaba insegura y obsesionada. Pero le costaba verlo.

Después de trescientas cervezas, a una le vienen ganas de ir al lavabo, claro. Y una de las amigas se fue al baño. Al regresar, dijo, mirando fijamente a la amiga obsesionada: “Tengo una metáfora muy buena que creo que te servirá. En ese lavabo hay un espejo delante de la taza del váter y te ves meando”. La aludida pareció no entender nada. Y yo añadí: “Vaya, que por primera vez te ves a ti misma en esa posición ridícula de mear medio de pie para no sentarte en la taza. Y te das cuenta de que es así como te vería cualquier persona si entrara en el lavabo en ese momento”.

Yo creo que es una metáfora muy buena. Y creo también que todos deberíamos ir con un espejo encima, para poder vernos desde fuera en todo momento. A veces los amigos hacemos de espejo e intentamos que nuestros amigos se reflejen en él y se vean desde otra perspectiva, pero no siempre lo conseguimos.

Yo, por si acaso, me he quedado con la dirección del bar, para recordarme que a veces podemos llegar a hacer tonterías sin darnos cuenta, porque no nos vemos.

martes, 29 de enero de 2008

Empujones de vida en el Cairo


Desde el avión, la ciudad del Cairo no tiene fin. Se extiende y extiende más allá de los confines que el ojo humano puede alcanzar. 18 millones de habitantes no son poca cosa. Es incluso emocionante pensar que, cuando el avión aterrice, serás uno más entre 18 millones. El anonimato por excelencia: convertirse en una montaña más de carne en movimiento entre una población equivalente a media España.

Cuando pones los pies en el suelo, las expectativas no defraudan. De hecho, no creo que ni uno solo de los cairotas se haya quedado con mi cara: iba todo el rato mirando al suelo. No por vergüenza. No por sentirme extraña. No por no querer llamar la atención. Es que si te despistas, te puedes meter un leñazo de mucho cuidado. No hay acera que no tenga agujero cada cinco metros. O que esté ocupada por un charco de agua negra, llovida desde un cielo contaminado por un CO2 espeso y oloroso. Las vallas también les encantan. Las ponen por todas partes. Caminar por el Cairo es un deporte de alto riesgo: las aceras son criminales y por la calzada circula la muerte a gran velocidad, en forma de taxis y minibuses que pitan a todo lo que se mueva, para alertar de su presencia y pedirte que, si no te quitas, te vas directo al cielo. Y claro, ¿quién quiere ir al cielo del Cairo, que se está quedando sin oxígeno?

El anonimato se acaba cuando entras en la calle principal del zoco del Cairo, Khan el-Khalili. Allí, automáticamente, pasas a llamarte Carmen. Oyes Carmen por todas partes, reclamando tu atención para endosarte pañuelos, pirámides de plástico de colores, papiros falsos que no le regalarías ni a tu peor enemigo y bustos de faraones dorados. Un horror. Pero dos callejuelas más allá del circuito turístico, vuelves a ser invisible: sólo se percatan de tu presencia cuando tienen que empujarte para ir de un lado a otro. De todas formas, prefiero que me empujen para pasar que me empujen a comprar en esas tiendas de souvenirs, que son una verdadera pesadilla.

Al llegar a mi vida normal y ordenada, donde los coches respetan eso que se llama carril y semáforo, la gente me pregunta: ¿cómo es el Cairo? Y yo respondo: puedo hablarte del suelo del Cairo, pero poco de sus edificios y de su aspecto como ciudad. Puntuales son los momentos en los que uno se atreve a alzar la mirada hacia arriba para ver un edificio de viviendas, un balcón curioso o un letrero luminoso que pueda llamar tu atención. Dejar de fijar la vista en la tierra es como hacer un triple salto mortal: no sabes dónde ni cómo puedes aterrizar.

Cualquiera diría que el Cairo me ha encantado. No es ninguna contradicción: la vida que se respira allí y que genera tanto caos acaba por atraparte, por hipnotizarte de algún modo. Te das cuenta de que, sin ese caos, la ciudad no tendría ningún encanto. Ningún atractivo. Y sin ese caos es difícilmente comprensible la pátina de decadencia que envuelve a los edificios, a las callejuelas y a las calzadas sin asfaltar.

El caos del Cairo o te atrapa o te expulsa. Y a mí me atrapó.

jueves, 17 de enero de 2008

Un galardón para Gallardón


Una noche soñé que me enrollaba con Gallardón. No recuerdo que fuera una pesadilla, tampoco que fuera un sueño erótico. Creo que salíamos de cenar en un restaurante, y que me pasaba un brazo sobre los hombros y que me invitaba a su casa. O todavía más inocente: me señalaba, simplemente, el apartamento en el que vivía. Después de sortear un socavón que había en la acera.


Luego nos besábamos en los labios y yo le decía que me tenía que ir, entre otras cosas porque mi padre iba a matarme, o a matarle a él. Y él dejaba que me fuera. Y me desperté.

Eso no convierte a Gallardón en el hombre de mis sueños, porque para eso tendría que haber soñado con él más de una vez, porque los sueños son plurales, y el sueño, el suyo, ése de ser presidente, es muy particular. De plural, nada.

En mi sueño, bastó con despertarme para discernirlo de la realidad. Ahora nos hacen creer que Gallardón también se ha despertado a bastonazos: los que le ha dado Rajoy. Pero es mentira.

Quien sueña ahora, de hecho, es el pobre Rajoy, que vive totalmente engañado. Incapaz de despertarse porque él siempre va dormido.

Es decir: Gallardón, tan despierto, él, se hace la víctima, consciente de que eso lo hace aún más popular, si cabe, de lo que ya era. Pobrecito, mira cómo me enseña el apartamento en el que vive, y no se atreve a invitarme a subir. Mira qué caballero y qué gallardo es que, pese a la paliza de la Espe-jode-Madrid y de la traición del de la barba sucia, él sigue fiel al partido en el que ya militaba su padre, y que a veces hace que le salten las lágrimas. Y qué sucio es Rajoy, tanto como su barba, que se saca de encima a quienes pueden hacerle sombra.

Y luego, después del 9-M, cuando el cobarde Rajoy saque el peor resultado de la historia del PP, todo el mundo se acordará de ese caballero, qué gallardo, qué bueno y qué sensible es Gallardón. Cómo merecía estar en las listas electorales.

Pobre víctima. "He sido derrotado".

Qué pedazo de actor. ¿Y qué es la política si no hipocresía, puro teatro?

Los presidentes del gobierno español posteriores al franquismo tienen la Z de Zorros en sus apellidos. Adolfo Suárez, Felipe González, José María Aznar, José Luis Rodríguez Zapatero. Calvo Sotelo no fue elegido en las urnas, sino que sustituyó a Suárez. De todos modos, mi primo Zantiago siempre lo llamó Zotelo.

Rajoy lo tiene crudo. Y Ruiz Gallardón lo sabe. Un tipo que ha destripado la capital, la ha reconstruido de arriba abajo, se ha casado con una Utrera y se ha metido en el bolsillo al resto del país (y de El País), sabe lo que está haciendo.

En fin, que yo le daría un Goya. Un Globo de Oro. Un Óscar. Un pedazo de galardón.
Mierda! Acabo de darme cuenta de que los presidentes NO tienen una Z en sus apellidos, sino DOS:
Adolfo SuáreZ GonzáleZ
Felipe GonzáleZ MárqueZ
José María AZnar LópeZ
José Luis RodrígueZ Zapatero...
Eduardo Zaplana HernándeZ-Soro. PODRÍA SER PRESIDENTE!!!!
Claro que Gallardón sólo es la segunda parte de un apellido:
Alberto RuíZ-Gallardón JiméneZ.

martes, 8 de enero de 2008

¡Me quiero ir!

¿Qué haces cuándo tu mente está en Egipto (dentro de tres días salgo para allá volando) y tu mente bifocal, tus dedos tecleadores y tu mirada están concentrados en textos que hablan de Sitges?

viernes, 4 de enero de 2008

Master en Coma


Por razones que no vienen al caso, pasé la Nochevieja con dos amigos en un restaurante hindú en una de las calles más aparentemente peligrosas de la ciudad. Los indios se portaron de puta madre, la comida estaba buena y al final nos ofrecieron una docena de uvas a cada uno y una botella de cava.

Del cava pasamos, pero de las uvas no, porque mola seguir la tradición y preservar la superstición. La cuestión: que todo estaba preparado para encararnos al único momento del año en el que es importante saber qué hora es al segundo. Enviamos algún que otro SMS, los indios nos pusieron La Primera, nos preguntamos dónde estaría Ramón García, comentamos cuál sería el primer anuncio de 2008...

Y entonces, ocurrió.

En la pantalla, sobreimpreso en el campanario de la Puerta del Sol, ahí estaba.

Mastercard ponía: "Equivocarte con los cuartos, no tiene precio".

Así, con toda la coma entre sujeto y predicado.

A mis dos amigos y a mí se nos indigestó la cena y nos atragantamos con las uvas antes incluso de habérnoslas llevado a la boca. Toma ya televisión pública, educando a los millones de españoles que en ese preciso momento (el único que es importante hasta el segundo) se decían que Anne Igartiburu estaba metiendo barriga.

Primero pensé que se trataba de una estrategia para acabar con todos los intelectuales del país, capaces de indigestarse y atragantarse ante tamaña aberración. Como le contaba hace un rato a Al, supongo que este intento de genocidio no puede considerarse delito, sino falta.

Luego pensé que Mastercard nos dedicaba un mensaje subliminal: coma.

O sea, que nos mandaba que nos comiéramos las uvas. Como si no se tratara de una tradición ni una superstición, sino de una obligación de tarjeta.

Como si fueran quienes ponen la pasta los responsables de que comamos en los cuartos.

Como, en cualquier caso.

Y tragamos.

Nosotros tres, y el resto de españolitos que en ese preciso momento en el que te das cuenta del momento también se llevaban las uvas a la boca. Todos tragamos.

Los hindúes, mientras tanto, se partían el culo. Luego nos inivtaron a whisky.

Así que 2008 ha empezado con un mensaje partido, o una frase partida.

Todavía me pregunto cuál es la metáfora.