viernes, 14 de marzo de 2008

No estamos solos


Ayer estuve a punto de publicar una superexclusiva. Era demasiado buena para ser verdad, porque contenía información política y también información propia de la prensa rosa. La historia estaba redactada de modo que era cierta, puesto que se planteaba inicialmente como una pregunta retórica (de ésas que no necesitan respuesta) y se remataba convertida en hipérbole.

Escribí el texto, me fui a tomar una cerveza, y sonó mi móvil: el director del diario había leído en maqueta lo que yo había escrito y temía por mi vida. Pensé que exageraba. Para mí la política es como la farándula: quienes las alimentan quieren que se hable de ellos, aunque sea de bien; son personajes públicos. Y un personaje público es lo que es, que yo me acuerdo de cuando se hablaba del número de veces que un presidente se acostaba con su señora esposa durante la semana y eran un montón y nadie acababa de creérselo. Pero, por lo visto (y eso lo aprendí ayer), puedes hablar del número de veces que un presidente se acuesta con su esposa EN CAMPAÑA. Cuando NO ESTÁS EN CAMPAÑA no puedes hablar de eso. Ni de eso, ni de su mujer ni, de hecho, del propio presidente.
En fin, que el director temía por mi vida, yo creí que exageraba... pero accedí a cambiar el texto. Salí del bar en el que estaba, llamé a la redacción, y dicté por teléfono la modificiación: "Donde pone tal, di que está interesado en dar un giro a la izquierda, y donde pone cual, escribe que prefiere jugar a fútbol". Vale.

Regreso al interior del bar, retomo la cerveza y, todavía no he conseguido llevármela a los labios cuando, de repente, un tipo que no había visto en la vida se abalanza sobre mi mesa y suelta: "Oye, te he oído en la puerta. No pretenderás publicar eso, ¿verdad?".

Dios, me dije, es la competencia. Luego creí que era un fan, o algo. Pero no. Era el jefe de prensa de uno de los políticos de los que yo había estado hablando.

Mierda, pensé entonces, están en todas partes. Nos controlan. Son una plaga. Tienen superpoderes y oyen los ultrasonidos. Son omnipresentes.

También pensé que ese tipo se había ganado el sueldo. Así que llamé de nuevo a la redacción, pedí que quitaran el párrafo. Pensé que por culpa de eso hoy nadie sabe qué es una pregunta retórica, mucho menos una hipérbole. Y lo que es más importante: hoy nadie sabe lo que es el sentido del humor.

Apagar fuegos con lágrimas


Esta semana ha sido muy rara en la empresa. Un día, a media mañana, sonaron las alarmas de incendios. Tuvimos que salir pitando, es decir, entre pitidos, agudos, horribles, que te escoltan hasta que sales al aire libre.

Salimos todos al patio —como en el colegio— y allí el jefe de cada grupo nos pasó lista. Estábamos los 13. Contados todos, me dediqué a mirar a mi alrededor. Éramos más de 150 y, por primera vez, fui consciente, con todos los cuerpos ahí presentes, de la cantidad de gente que trabaja en mi mismo edificio. Hasta entonces, las 150 personas se reducían a encuentros casuales con algunas de ellas en las escaleras, la máquina del café, la cocina, el baño o la parada del autobús. Al final te parece que ves siempre a los mismos y que en realidad en tu edificio sólo trabajan 20.

El caso es que, entre las 150 caras, no podía dejar de mirar a la que le resbalaban lágrimas por las mejillas. ¿Estaría recordando un episodio similar en el que murió algún ser querido? ¿Estaría afectada por los pitidos de las alarmas —la verdad es que son enloquecedores—? Nada de eso. Le acababan de echar una bronca a la pobre mujer.

Cuando te echan una bronca de esas que te hacen llorar, te vas corriendo al baño y no sales en horas. Hasta que lo ojos se te han deshinchado. Y te has podido lavar la cara con el agua fresca que sale del grifo de la dignidad, que va haciendo esfuerzos por recuperarse. Imagino a la mujer encerrada en el baño, sentada en la taza del wáter, sonándose los mocos con el papel higiénico... y suena la alarma de incendios. Hay que joderse. Ella intentando apagar su propio fuego y va y a la empresa le da por organizar un simulacro.

Un mal presagio, sin duda. Hoy es viernes y han dedicido no renovar el contrato a una persona de las 150 que salieron al patio, obedientes y organizadas. Pero ésta no era una de las caras anónimas, ésta era una de las 20 con las que suelo cruzarme. Y hoy le resbalan lágrimas por las mejillas.

lunes, 10 de marzo de 2008

El misterio de los votos en blanco


No hay quién se aclare con esto del voto en blanco. Yo pensaba que, para que el voto en blanco contara como tal, el sobre debería estar vacío. Y así contenido y continente van a la par. Pero resulta que ayer un amigo empezó a defenderme que un voto en blanco es un papel en blanco dentro del sobre. Un papel, claro está, que él mismo tiene que proporcionarse y traerse de casa, puesto que en los colegios electorales no hay ninguna papeleta en blanco (no vaya a ser que los indecisos, ante las papeletas, se dejen tentar por el color de las nubes en verano).

Intenté explicarle a mi amigo que el voto en blanco no es un papel en blanco, sino el vacío, la nada, dentro del sobre. Pero no se dejó convencer. Y tampoco me atreví a insistir mucho, porque me di cuenta de que para mi amigo, aceptar mi realidad era aceptar que durante diez años ha estado emitiendo votos nulos. Ni blancos, ni negros. Nulos. Pobrecito, qué desengaño.

viernes, 7 de marzo de 2008

Encuentros en la tercera fase


Mi madre va mucho de hospitales, últimamente. Y sabe mucho de encuentros en la tercera fase, porque cuando estás en los boxes de urgencias de un hospital, es como estar en el umbral... de la tercera fase. Claro, que Umbral ya traspasó a su apellido hace unos meses... Bueno, al grano. Estaba mi madre con una amiga suya en uno de los boxes, cuando le soltó, como para darle conversación:

—El otro día volví de mi pueblo, de Tararí.

Su amiga no contestó, de tan traspuesta que estaba por la medicación que le acababan de dar, pero la frase de mi madre encontró respuesta más allá... de la cortina que separaba las dos camas del box. Una voz femenina, débil, consiguió sortear la cortina con la fuerza suficiente para que mi madre oyera esto:

—Yo soy de muy cerca de Tararí, nací en Tararó.

—¡Qué casualidad! —exclama mi madre enseguida (la gente de Tararí y Tararó no suele abundar lejos de sus confines)—. Yo soy hija de Pin y de Pan. A lo mejor los conoce.

Mi madre ya se había acercado tímidamente hacia la voz, con la intención de correr la cortina y poder mantener una conversación normal. Aunque fuera a las puertas de la tercera fase.

—Claro que conozco a sus padres —respondió la voz, ahora ya con cuerpo de abuelita encogida, cabellos disgregados y mejillas hundidas—. Yo conocí sobre todo a sus abuelos, Perico y Lola. Fuimos vecinos en los pisos de la estación de tren de Matarile. Mi marido era ferroviario y su abuelo era el jefe de la estación.

—Efectivamente —dijo mi madre, que para entonces ya había conseguido situarse bien cerca de la abuelita que, desde la cama donde estaba postrada, la estaba llevando de la mano hacia su infancia.

—Yo me acuerdo mucho de su abuela Lola. Nos hicimos muy amigas, a pesar de nuestra diferencia de edad. Recuerdo que casi siempre estaba enferma, pero nunca sabía lo que tenía.

Mi bisabuela, a la que conocí y a la que siempre recordaré enseñándome a jugar a la brisca y a hacer ganchillo (lo primero me divertía mucho más), tenía diabetis, pero en los años 40 y 50 esa enfermedad ni se conocía, y andaba todo el tiempo medio mareada e indispuesta.

—Pero su pesar más grande no era que siempre se encontrara mal —continuó la abuelita—. Lola tenía otro problema. Se sentaba a mi lado, en la cocina, y empezaba a lamentarse. “Ay, ay”, me decía, “mi Perico se ha enamorado de una maestra”.

Mi madre se quedó muda —muy raro en ella—, pero se tragó su propio silencio, muy espeso y doloroso, y dijo:

—Sí, ya lo sabíamos. Pero creíamos que no lo sabía nadie más y que la familia lo estaba llevando con mucha discreción y dignidad.

Toda la dignidad con la que se puede llevar una doble vida, forzada por unos tiempos, llenos de candados, en los que la libertad sólo podía vivir dentro de las personas, sin atreverse a sacar la cabeza.

Cuando mi madre me llamó para contarme esta historia de la abuelita en el hospital, ella creía que estaba revelándome un secreto familiar, el de que mis bisabuelos nunca fueron felices y que, durante un tiempo, tuve una ‘bisabuela paralela’.

—Mamá, yo ya lo sabía. Diez años después de morirse la yaya Lola, cuando papá y tú os separásteis, soñé con ella y después de abrazarme muy fuerte y darme muchos besos, me lo contó todo.

Eso sí que fue un encuentro en la tercera fase.

lunes, 3 de marzo de 2008

Desesperación

¡¡Ecooo, eeecoooo!! Haciendo llamamiento a Peter Parker y Sex Luthor: Scarlet Ojala se siente un poco sola.