lunes, 22 de febrero de 2010

Buscando a Teo


Once y media de la noche. Sagrada Família. Andén de la línia lila del metro. Llega el tren y se abren las puertas. Una mujer entra delante de mí y ocupa el único asiento libre del vagón. Me quedo de pie y la observo: la guarra me ha quitado el sitio. Pero pronto se me acaba la envidia, porque veo que empieza a temblarle la barbilla y que los ojos se le inundan. En pocos segundos, las primeras lágrimas le resbalan silenciosamente y le tiñen las mejillas de rímel.

Quiero dejar de mirarla, porque si está llorando sin hacer ruido es porque no quiere que la vean, pero el morbo es superior a mí. Enseguida empiezan las fabulaciones: por la hora que es y lo maquillada que va, seguro que la ha dejado el novio (o el proyecto de novio). Las lágrimas que te asaltan en el metro son viejas conocidas, es el llanto incontrolable de una nueva decepción. Otra más. La primera te la guardas y la lloras en casa. En la vigésimoquinta, el orgullo está arrastrado y es el que te estalla en los ojos. Sí, son las lágrimas de una vieja conversación, siempre con personas nuevas:

—¿Tú a dónde quieres ir a parar con esta relación? —pregunta ella mientras se acaba el tiramisú que ha pedido de postres.

—Yo sólo quiero pasarlo bien un rato y ya está. Creía que tú buscabas lo mismo.

—Pues no. Y además pensaba que tú te estabas tomando la relación en serio —responde con voz firme y serena mientras se levanta—. No hace falta que me acompañes a casa, gracias, estaré perfectamente.

Y en el asiento del metro se derrumban el cuerpo y el alma.

De nuevo, una vieja situación.

El caso es que estaba montándome un culebrón con las lágrimas de la pobre mujer cuando pillo un sitio. Todavía la tengo a tiro. Y no quiero mirarla. Así que me entretengo cotilleando de reojo las fotos que el yanqui de al lado y su novia están mirado en la cámara. Aprovechan el trayecto para repasar su jornada guiri. Y yo lo hago con ellos: los veo abrazados en el Tibidabo, acariciando el dragón cuarteado del Parc Güell, jugando a señalar los pináculos de la Sagrada Família, descansando en el Parc de la Ciutadella y haciendo cola delante de la Casa Batlló. Todavía no han llegado al final del día (el colofón son las fuentes iluminadas de Montjuïc), cuando me sorprendo buscando a Teo y su jersey rojo en las fotos.

No estoy loca. Es que estoy leyendo una historia apasionante sobre un tipo al que le cae una bolsa de basura en la cabeza en plena calle. El tipo en cuestión es Teo, que desde entonces, y por otros asuntos que ahora no vienen a cuento, anda un poco perdido y con la autoestima por los suelos (se le desparramó mientras estaba inconsciente en la acera después de haberle llovido mierda del cielo). Para remediarlo, decide poner remedio a su pérdida y se busca. Se busca en las fotos que todos los guiris de Barcelona se hacen delante de los edificios que salen en las guías: Casa Batlló, Pedrera, Palau de la Música, Sagrada Família... Cada día, dedica una hora a pasearse distraído por delante de las fachadas. Lleva un jersey rojo y está seguro que sale en un montón de fotos. Luego hace un llamamiento para que los guiris que han estado en Barcelona le busquen en sus fotos. Y los guiris responden: le mandan fotos en las que sale un tipo con un jersey rojo. Y él las cuelga en su fotolog, orgulloso de haberse encontrado.

Y por eso estaba yo buscando a Teo emergiendo de las fuentes de Montjuïc o haciendo cola delante del Museu Picasso. Pero me di cuenta de que era absurdo. Teo no existe. Teo sólo existe en Egosurfing, la novela que acabo de engullir. Teo es uno de los tres personajes de esta historia de ficción más verdadera que la vida misma. Una ficción que parte de una contradicción: cuántos más mecanismos tenemos en Internet para conocernos, más perdidos estamos. Y otra contradicción (maravillosa): ganó el Pla y es una de las novelas más redondas que he leído nunca.

viernes, 12 de febrero de 2010

¿El niño mató el blog?


Esta noche, tipo la una o las dos de la mañana, no me acuerdo bien, Alguien me dijo: “¡A ver cuándo actualizas el blog!”. Levanté los hombros y puse cara de circunstancia: “Ya, es que nació el niño y se murió el blog”. Y luego me quedé unos minutos pensando. ¿Tiene la culpa la criatura de que ya no me siente a escribir? Pues mira, no. La tiene el trabajo (el de fuera de casa, el remunerado, se entiende). De hecho, los posts anteriores a éste los escribí con el bebé colgado de mi teta, incluso me compré un portátil y le puse Internet, así que no es culpa del niño que yo ya no escriba. Es culpa de mi vuelta al trabajo.

Qué fuerte. Me di cuenta de un plumazo que ¡no soy la superwoman de las cosmopolitans! Las superwomans mandan en el trabajo, en la cocina y en la cama. Y escriben inglés perfectamente (son unas supergüimin).

Debo de tener las prioridades atrofiadas. No me siento una superwoman de revista. No mando en el trabajo ni en la cocina. Pero sí mando a mi marido a quedarse con el niño en casa para que yo pueda ir a una fiesta. Y pueda encontrarme con Alguien a la una de la mañana que me hace decir una frase lapidaria que me hace pensar. Y que me hace escribir cosas que no podría leer en voz alta porque me quedaría sin aire.

A mí dame un cosmopolitan y verás qué superguoman que soy.