martes, 29 de enero de 2008

Empujones de vida en el Cairo


Desde el avión, la ciudad del Cairo no tiene fin. Se extiende y extiende más allá de los confines que el ojo humano puede alcanzar. 18 millones de habitantes no son poca cosa. Es incluso emocionante pensar que, cuando el avión aterrice, serás uno más entre 18 millones. El anonimato por excelencia: convertirse en una montaña más de carne en movimiento entre una población equivalente a media España.

Cuando pones los pies en el suelo, las expectativas no defraudan. De hecho, no creo que ni uno solo de los cairotas se haya quedado con mi cara: iba todo el rato mirando al suelo. No por vergüenza. No por sentirme extraña. No por no querer llamar la atención. Es que si te despistas, te puedes meter un leñazo de mucho cuidado. No hay acera que no tenga agujero cada cinco metros. O que esté ocupada por un charco de agua negra, llovida desde un cielo contaminado por un CO2 espeso y oloroso. Las vallas también les encantan. Las ponen por todas partes. Caminar por el Cairo es un deporte de alto riesgo: las aceras son criminales y por la calzada circula la muerte a gran velocidad, en forma de taxis y minibuses que pitan a todo lo que se mueva, para alertar de su presencia y pedirte que, si no te quitas, te vas directo al cielo. Y claro, ¿quién quiere ir al cielo del Cairo, que se está quedando sin oxígeno?

El anonimato se acaba cuando entras en la calle principal del zoco del Cairo, Khan el-Khalili. Allí, automáticamente, pasas a llamarte Carmen. Oyes Carmen por todas partes, reclamando tu atención para endosarte pañuelos, pirámides de plástico de colores, papiros falsos que no le regalarías ni a tu peor enemigo y bustos de faraones dorados. Un horror. Pero dos callejuelas más allá del circuito turístico, vuelves a ser invisible: sólo se percatan de tu presencia cuando tienen que empujarte para ir de un lado a otro. De todas formas, prefiero que me empujen para pasar que me empujen a comprar en esas tiendas de souvenirs, que son una verdadera pesadilla.

Al llegar a mi vida normal y ordenada, donde los coches respetan eso que se llama carril y semáforo, la gente me pregunta: ¿cómo es el Cairo? Y yo respondo: puedo hablarte del suelo del Cairo, pero poco de sus edificios y de su aspecto como ciudad. Puntuales son los momentos en los que uno se atreve a alzar la mirada hacia arriba para ver un edificio de viviendas, un balcón curioso o un letrero luminoso que pueda llamar tu atención. Dejar de fijar la vista en la tierra es como hacer un triple salto mortal: no sabes dónde ni cómo puedes aterrizar.

Cualquiera diría que el Cairo me ha encantado. No es ninguna contradicción: la vida que se respira allí y que genera tanto caos acaba por atraparte, por hipnotizarte de algún modo. Te das cuenta de que, sin ese caos, la ciudad no tendría ningún encanto. Ningún atractivo. Y sin ese caos es difícilmente comprensible la pátina de decadencia que envuelve a los edificios, a las callejuelas y a las calzadas sin asfaltar.

El caos del Cairo o te atrapa o te expulsa. Y a mí me atrapó.

2 comentarios:

beizabel dijo...

Me ha encantado tu post, me ha devuelto un rato a ese sitio de locos. Yo ví lo mismo que tu, suelo y caos... pero todo parece funcionar.

Scarlet Ojala dijo...

¡Uno se pregunta cuando vuelve si es necesario tanto orden! El caos tiene su propio orden y al final, todo funciona, ¡es cierto!